Capítulo 9

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Capitulo 9

Esa tarde Esteban se acercó a ella por el césped con movimientos fluidos y felinos con su ropa del desierto pero con aquel fruncimiento aristocrático que indicaba que estaba a punto de ponerse difícil.

—Normalmente a esta hora te echas una siesta —le recordó Esteban mientras deslizaba aquellos ojos felinos donde estaba ella reclinada a la sombra de un árbol leyendo un libro.

—Me siento en plena forma.

—Pero todavía estás pálida y pareces débil.

Maria bajó la cabeza. Sólo una semana atrás había bajado sus defensas y quemado los puentes para arrojarse a los pies de Esteban. Nunca en sus peores pesadillas se había imaginado sacrificando su orgullo hasta tal límite. ¿Y con qué resultado?, se preguntó a sí misma con el resentimiento que había empezado a invadirla durante la semana anterior.

Por algún motivo, Esteban había pasado de aquel breve instante de júbilo en el hospital a un estado de ánimo frío y distante. Era extremadamente educado y atento. Le llevaba flores y la visitaba varias veces al día, pero lo mismo que si se tratara de un invitado que no fuera mas íntimo.

—¿Cuándo vamos a irnos al desierto? —preguntó sin rodeos.

—Quizá el próximo mes, cuando bajen las temperaturas. No aguantarías el calor que hace ahora.

—Estoy bastante segura de que podría...

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo —dijo con frialdad de hielo—. ¿Y crees que yo te lo permitiría? En esta época del año el desierto es un horno y emprender ese viaje sería una locura.

Maria apretó los dientes.

—¡Puedes ocupar tu propia tienda si es eso lo que te preocupa!

En cuanto lo dijo, hubiera deseado meterse bajo la hamaca y desaparecer. Pero la humillación más profunda había empezado a acosarla. ¿Es que Esteban ya no la encontraba deseable? ¿Estaría deseando deshacerse de ella y abrazar a Fátima sin retraso?

Levantó la vista involuntariamente y captó el brillo felino de sus ojos dorados y el arqueo divertido de sus labios.

—¿Se está haciendo solitaria tu cama? —Maria se sonrojó hasta la raíz del pelo—. Parece que me estoy convirtiendo en un objeto sexual. Y no me es del todo desconocido este papel. Otros miembros de tu sexo ya me han visto bajo esa óptica. Sólo que tú eres mi esposa.

—¡Temporalmente! —explotó Maria furiosa porque pudiera leerle los pensamientos con tal facilidad.

—Y como no tengo deseos de ser ofensivo...

—Pues lo haces muy bien, ¿sabes? —interrumpió Maria.

—No soy tu gígolo.

—¿Perdona?

Maria estaba tan furiosa que apenas podía hablar.

—A ti te gustaría mucho que yo fuera a tu cama cada noche en silencio y saliera al amanecer con el mismo silencio. Podrías obtener placer físico conmigo sin tener que dar un átomo de ti misma. No dejaré que me uses de esa manera. Cuando aprendas a hablar conmigo compartiré tu cama.

—No quiero hablar contigo... no te quiero en mi cama... De hecho me gustaría que dieras un salto y aparecieras en la próxima colina.

—Pero yo sé que nada de eso es verdad —dijo Esteban con delicado énfasis—. Simplemente no puedes soportar que te contradigan. ¿Es que nunca te disciplinaron de pequeña?

La Prometida del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora