Capítulo 10

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Capitulo 10

Cuando Esteban vio avanzar a Maria por el patio del establo hacia él, su brillante sonrisa la recibió como una descarga de adrenalina en las venas. Merecía la pena haberse levantado de la cama en la oscuridad. Esteban le tomó la mano entre las suyas y la presentó, a todos los mozos antes de guiarla hasta una yegua que Maria acarició encantada.

—Te gustan los caballos.

—Mucho, pero en los últimos años apenas he montado. Estaré un poco atrofiada.

—¿Tuviste algún pony de pequeña?

Fue una pregunta desafortunada. La preciosa cara de Maria se ensombreció.

—Por muy poco tiempo. Era una real belleza también y pasé un tiempo maravilloso en el club de ponies.

—Creo que he despertado recuerdos infelices. ¿Tuvo algún accidente?

—No... mi padre me la quitó. Dijo que se la prestaba a un buen amigo por una semana o dos y nunca la volví a ver.

—¿La vendió? ¿Quizá los gastos eran excesivos para él?

Maria soltó una carcajada amarga.

—No, no era eso. El buen amigo era una actriz a la que perseguía en ese momento. Ella también tenía una hija pequeña. Mi padre quería impresionarla con un reglo extravagante y, ¿para qué gastarse el dinero en comprar otro pony teniendo el mío?

Esteban la miró con incredulidad.

—¿No lo dices en serio?

—Mira, fue él quién compró el pony. ¿Podemos dejar el tema?

—No, no podemos. ¿No pudo tu madre evitar una cosa así?

Maria soltó un suspiro.

—Mi madre nunca intentó evitar que mi padre hiciera nada en toda su vida... y si era desagradable, simplemente lo ignoraba. En aquel momento me dijo que el pony era de él, no mío.

Antes de poder insistir más, Maria condujo a la yegua a la entrada del establo. La ensilló y sus pensamientos quedaron olvidados ante la vista que tenía delante.

El sol era un globo gigantesco elevándose en fuego y produciendo gloriosos jirones de todos los colores. Dedos de luz se reflejaban en las arenas tiñéndolas de color melocotón, oro y escarlata, danzando entre las rocas y produciendo extrañas sombras. El paisaje desértico, brutalmente privado del implacable sol del día tenía una belleza fantasmal.

—Tenías razón —se maravilló cuando Esteban se acercó a su lado—. Es fantástico a esta hora.

Su mundo, su herencia... y él formaba una parte integral de todo ello... tan desbocado como una tierra a merced de los duros elementos que no podía controlar. Maria observó su duro perfil con mirada suave y dolorosa comprensión.

—No te gustaba mucho el clima de Inglaterra, ¿verdad?

—Era un cambio.. pero demasiado frío. Vamos.

Pero ella se tomó su tiempo en seguirle en aquel caballo árabe de grandiosa estampa. El esbelto semental galopó por la arena, jinete y caballo con movimientos increíblemente fluidos. Le gustó mirarlo sonrió sintiéndose como una carga cuando se dio la vuelta a por ella. También parecía culpable.

—Perdona, me olvidé por un momento que hacía tiempo que no montabas.

Ya no se separó de ella aunque Maria avanzaba lentamente hasta ir ganando confianza. Maria notó que estaba de un humor estupendo, aquella espontánea sonrisa irradiando con frecuencia. No podía apartar los ojos de él. Esteban ejercía un fuerte embrujo sobre ella, pero ya no se sentía amenazada. Mañana, el mes siguiente, el final del verano, de repente parecía a una eternidad de distancia. De día en día, se prometió a sí misma.

La Prometida del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora