Capítulo 7

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Tiempo voraz, embótale al león la garra Y haz que la propia tierra sus crías embeba, al fiero tigre descolmilla y desquijarra y sepulta en su sangre a la fénix longeva.

William Shakespeare, Soneto XIX


Mister George nos condujo a través de una escalera y un largo corredor que formaba varios recodos de cuarenta y cinco grados, interrumpido de vez en cuando por unos pocos escalones que subían o bajaban. La vista desde las pocas ventanas que encontrábamos a nuestro paso era siempre distinta: variaba de un gran jardín a un edificio o a un patio interior. Así recorrimos un trayecto interminablemente largo, en el que se alternaban el parquet y los suelos de mosaico, que pasaba junto a un montón de puertas cerradas, sillas colocadas en filas inacabables junto a las paredes, óleos enmarcados, armarios llenos de libros encuadernados en cuero y figuras de porcelana, estatuas y armaduras. Era como si camináramos por un museo. La tía Glenda lanzaba todo el rato miradas venenosas a su hermana, que, por su parte la ignoraba lo mejor que podía. Mamá estaba pálida y parecía terriblemente tensa. Estuve tentado de darle la mano, pero la tía Glenda se habría dado cuenta del miedo que tenía, y eso era lo último que deseaba. Era imposible que nos encontráramos todavía en la misma casa: tenía la sensación de que habíamos cruzado por lo menos otras tres cuando finalmente mister George se detuvo y llamó a una puerta. La sala en la que entramos estaba forrada de arriba a abajo de madera oscura, igual que nuestro comedor. También los techos eran de madera oscura, y todo estaba cubierto casi por completo de tallas artísticas, realzadas, en parte, con colores. Los muebles eran igualmente oscuros y macizos. El conjunto debería haber tenido un aspecto sombrío y lúgrube, pero no era así gracias a la luz que entraba a través de las altas ventanas de enfrente y el jardín florido que había fuera. Detrás de un muro, al fondo del jardín, incluso se veía brillar el Támesis bajo la luz resplandeciente del sol. Pero no solo la vista y la luz animaban el lugar; también las tallas —a pesar de algunas calaveras y figuras aisladas que esbozaban muecas horripilantes— irradiaban una sensación de alegría. Era como si las paredes fueran a cobrar vida en cualquier momento. Hyunjin hubiera disfrutado como un loco palpando los miles de capullos de rosa que parecían reales, los diseños arcaicos y las divertidas cabezas de animales y buscando mecanismos secretos. Allí había leones alados, halcones, estrellas, soles y planetas, dragones, unicornios, elfos, hadas, árboles y barcos, representados todos con una impresionante viveza. Y la figura más imponente de todas era el dragón que parecía flotar sobre nosotros en el techo. Desde la punta de su cola en forma de cuña hasta la gran cabeza cubierta de escamas, debía de medir al menos siete metros. No podía apartar la mirada de él. ¡Qué hermoso era! Estaba tan admirado que casi me olvidé de por qué habíamos venido. Y de que no estábamos solos en la sala. Todos los presentes se habían quedado petrificados cuando nos vieron entrar.

—Parece que han surgido complicaciones... —anunció mister George. Lady Arista, que estaba plantada tiesa como un palo junto a una de las ventanas, exclamó:

—¡Grace!, ¿no deberías estar en el trabajo? ¿Y Felix en la escuela?

—Nada nos gustaría más, madre —respondió mamá. Minho estaba sentado en un sofá justo debajo de una magnífica sirena con las escamas de la cola finamente talladas y pintadas en todos los tonos de azul y turquesa. Apoyado en la ancha repisa de la chimenea, junto al sofá, se encontraba un hombre vestido con un impecable traje negro que llevaba unas gafas de montura. Incluso su corbata era negra. El hombre nos dirigió una mirada particularmente hosca. Un chiquillo de unos sietes años se agarraba a su americana.

—¡Grace! —Un hombre alto se levantó detrás de un escritorio. Sus cabellos, grises y ondulados, le caían sobre las anchas espaldas como una cabellera de león. Sus ojos eran de un llamativo color marrón claro, parecidos al ámbar. Su rostro tenía un aire mucho más juvenil de lo que podría deducirse por el color de su cabello, y era uno de esos rostros que se ven una vez y no se olvidan nunca por el grado de fascinación que despiertan. El hombre sonrió dejando al descubierto dos hileras perfectas de dientes regulares.

Rubí, el último viajero del tiempo (Jilix-Hanlix) Libro 1 de la trilogíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora