De los Anales de los Vigilantes 10 de octubre de 1994 De vuelta de Durham, donde he visitado a la hija menor de lord Montrose, Grace Lee, que de forma inesperada dio a luz anteayer a su hijo. Todos nos alegramos del nacimiento de Felix Yongbok Lee 2.460 g, 52 cm. La madre y el niño se encuentran bien. Nuestras más sinceras felicitaciones al gran maestre por el nacimiento de su quinto nieto.
Informe: Thomas George. Círculo Interior
Hyunjin se refería a nuestra casa como un «palacio noble» por el enorme número de habitaciones, pinturas, artesonados y antigüedades que contenía. Mi amigo imaginaba que detrás de cada pared se abría un pasadizo secreto, y que en cada armario había al menos un compartimento también secreto. Cuando aun éramos pequeños, en cada una de sus visitas partíamos en viaje de exploración por la casa. El hecho de que estuviera terminantemente prohibido husmear hacia que fuera aun más emocionante. Siempre estábamos desarrollando nuevas estrategias cada vez mas sofisticadas para que no nos atraparan, y con el tiempo descubrimos realmente algunos compartimentos secretos, e incluso una puerta secreta en la escalera, detrás del óleo de un hombre gordo con barba de mirada feroz, montado a caballo y con la espada desenvainada. Según nos informó la tía abuela Maddy, el hombre de aire feroz era mi tatatatatarabuelo Hugo, acompañado de su yegua para la caza del zorro Fat Annie. Y a pesar de que la puerta que había detrás de la pintura solo conducía, unos cuantos escalones más abajo, a un cuarto de baño, en cierta manera podía decirse que habíamos encontrado una cámara secreta.
—¡Jo, que suerte tienes de poder vivir aquí! —Exclamaba Hyunjin siempre. Yo creía más bien que la que tenía suerte era Hyunjin. Él vivía con su madre, su padre y un perro peludo llamado Bertie en una acogedora casa adosada de Norah Kensinton. Alli no había secretos, ni sirvientes siniestros que te pusieran de los nervios. Antes también nosotros habíamos vivido en un sitio así —mamá, papá, mis hermanos y yo—, en una casita de Durham, en el norte de Inglaterra, pero luego mi papá murió. En esa época, mi hermana tenía medio año, y mamá se trasladó con nosotros a Londres, probablemente porque se sentía sola, y también, tal vez, porque no le llegaba el dinero. Mamá había crecido en esta casa junto con sus hermanos Glenda y Harry. El tío Harry era el único que no vivía el Londres; se había instalado con su mujer en Gloucestershire. Al principio, a mí la casa también me había parecido un palacio, exactamente igual que a Hyunjin; pero cuando tienes que compartir un palacio con una familia de muchos miembros, al cabo de un tiempo deja de parecerte tan grande. Especialmente si hay un montón de espacios inútiles, como, por ejemplo, el salón de baile de la planta baja, que era tan ancho como toda la casa. El salón de baile habría sido perfecto para una pista de skate, pero estaba prohibido. Era un espacio precioso, con sus altas ventanas, sus techos de estuco y sus arañas, pero desde que vivía en la casa nunca se había celebrado ninguna fiesta, ni bailes ni verbenas. Lo único que se celebraba allí eran las clases de danza y de esgrima de Minho. La tribuna para la orquesta, a la que se podía llegar por la escalera del vestíbulo, era más que innecesaria, excepto tal vez para Ryujin y sus amigas, que aprovechaban los rincones oscuros bajo las escaleras que conducían desde allí al primer piso para jugar al escondite. En el primer piso estaba la ya mencionada sala de música, además de las habitaciones de Lady Arista y de la tía abuela Maddy, un baño (el de la puerta secreta) y el comedor, en el que la familia se reunía cada noche, situado justo debajo, había un montaplatos pasado de moda en el que a veces Jeongin y Ryujin se subían y bajaban el uno al otro dándole a la manivela, a pesar de que, como es natural, estaba estrictamente prohibido. Hyunjin y yo también lo habíamos hecho a menudo antes; pero, por desgracia, ahora ya no cabíamos. En el segundo piso estaban los aposento de mister Bernhard, el despacho de mi difunto abuelo —Lord montrose— y una enorme biblioteca, Minho también tenía su habitación en ese piso, un cuarto situado en un Ángulo de la casa y con una galería en saledizo del que mi primo le gustaba presumir. Y su madre ocupaba un salón y un dormitorio con ventanas a la calle. La tía Glenda se había separado del padre de Minho, que ahora vivía con una nueva mujer en algún lado de Kent. Por eso, a parte de mister Bernhard, no había ningún hombre de la casa, a no ser que se cuente como tal a mi hermano. Tampoco había animales de compañía a pesar de nuestras súplicas. A lady Arista no le gustaban los animales y la tía Glenda era alérgica a todo lo que tuviera pelo. Mamá, mis hermanos y yo vivíamos en el tercer piso, directamente bajo el tejado, donde había muchas paredes en ángulo pero también dos pequeños balcones. Todos teníamos una habitación propia y Minho envidiaba nuestro baño, porque el del segundo piso no tenía ventanas, y el nuestro, en cambio, tenía dos. Pero a mi me gustaba nuestro piso porque mamá, Jeongin, Ryujin y yo, lo teníamos para nosotros solos, lo que en esa casa de locos era una bendición. El único inconveniente era que estábamos condenadamente lejos de la cocina, como bien pude recordar, para mi desgracia cuando ya estaba llegando arriba. Al menos, debería haber cogido una manzana. Ahora tendría que contentarme con las galletas de mantequilla de la provisión que mamá guardaba en el armario. Temía tanto que volviera la sensación de vértigo que me comí once, una detrás de otra. Luego me saqué el zapato y la chaqueta y me dejé caer como un saco en el sofá de la habitación de costura. De algún modo, el día estaba transcurriendo de forma extraña, más extraña que de costumbre. Eran solo las dos. Hasta al cabo de dos horas y media como mínimo no podría llamar a Hyunjin para compartir mis problemas con él. Y mis hermanos tampoco llegarían de la escuela hasta pasadas las cuatro. Normalmente me gustaba estar solo en casa. Así podía tomarme un baño tranquilamente sin que nadie llamara a la puerta porque tenía que ir urgentemente al váter. Podía poner la música a todo volumen y cantar muy alto sin que nadie se riera de mí, y podía ver lo que quisiera en la tele sin que nadie viniera a fastidiarme con un «Venga, va, que ahora empieza Bob esponja» Pero no me apetecía hacer nada de eso, ni siquiera quería echarme un sueñecito, porque tenia las sensación de que el sofá —normalmente, un lugar de recogimiento perfecto— era como una balsa bamboleante en un rió de aguas turbulentas, y tenía miedo de que saliera flotando conmigo en cuanto cerrara los ojos. Para ver si se me pasaba un poco, me levanté y empecé a ordenar. La sala de costura era como nuestra sala de estar extraoficial, porque afortunadamente ni mis tías ni mi abuela cosían, y por eso casi nunca subían al tercer piso, De hecho allí tampoco había ninguna maquina de coser, pero si, en cambio, había una estrecha escalera por la que se podía subir al tejado. La escalera estaba reservada, en principio, al deshollinador, pero Hyunjin y yo la habíamos convertido en uno de nuestros lugares favoritos. Desde allí arriba teníamos unas vistas fantásticas y era un sitio ideal para mantener una conversación entre chicos. (Por ejemplo, sobre crushes y sobre el hecho de que no conocíamos a ningún chico que valiera la pena). Naturalmente, era un poco peligroso porque allí no había barandilla, sino solo un remate decorativo de hierro galvanizado que llegaba a la altura de las rodillas; pero tampoco se trataba de practicar el salto de longitud sobre las tejas o de bailar al borde del abismo. La llave de la puerta que daba al tejado estaba guardada en el aparador, en un azucarero decorado con rosas. En mi familia nadie sabía que yo conocía el escondrijo. Si se hubieran enterado, se hubiera montado un escándalo de mil demonios, de modo que siempre iba con mucho cuidado para que nadie me viera cuando me deslizaba a fuera. Allí también podía tomar el sol, hacer un picnic, o sencillamente esconderme cuando quería estar solo, algo que, como he dicho, me gustaba hacer a menudo, aunque, desde luego, no en este momento. Doble las colchas de lana, sacudí las migas de galleta del sofá, ahueque los cojines y guarde en su caja las piezas del ajedrez que rodaban por el suelo, incluso regué la maceta de la azalea, que estaba en un rincón sobre el secreter, y pase un paño húmedo sobre la mesa, luego eché una mirada a la habitación, impecablemente ordenada. Habían pasado solamente diez minutos y la necesidad de compañía era más acuciante que antes. ¿Habría vuelto Minho a tener vértigos abajo, en la sala de música? ¿Qué debía pasar si uno saltaba del primer piso de una casa de Mayfair del siglo 21 al Mayfair de, pongamos, el siglo 15, cuando en este lugar no había casas o solo muy pocas? ¿Aterrizaba en el aire y luego se precipitaba contra el suelo y se daba un batacazo 7 metros más abajo? ¿Sobre un hormiguero, quizá? Pobre Minho. Aunque tal vez le enseñaban a volar en su misteriosa clase de misterios. Y, hablando de misterio, de repente se me ocurrió una idea para entretenerme. Fui a la habitación de mamá y miré hacia abajo, a la calle. En la entrada número 18 seguía plantado, como siempre, el hombre de negro, podía verle las piernas y parte de la gabardina, los tres pisos de la casa nunca me habían parecido tan altos como en ese momento. Para entretenerme, calculé la distancia que había desde allí arriba hasta el suelo. ¿Se podía sobrevivir a una caída de 14 metros? Tal vez sí, si había suerte y se aterrizaba en terreno de aluvión, se suponía que en otro tiempo todo Londres había sido un pantanoso terreno de aluvión, o al menos eso decía mistress Counter, nuestra profesora de geografía. Que fuera pantanoso estaba bien: así, al menos, caías sobre blando. Aunque solo para después ahogarte miserablemente en un lodo. Tragué saliva, mis propios pensamientos parecían siniestros. Para no tener que estar solo más tiempo, decidí arriesgarme a hacer una visita a mis familiares en la sala de música, a sabiendas de que corría el peligro de que estuvieran enfrascados en alguna conversación supersecreta y me echaran inmediatamente. Al entrar, la vi. A la tía abuela Maddy sentada en su sillón junto a la ventana y a Minho de pie junto a la otra con el trasero apoyado en el escritorio Luís XIV, aunque estaba estrictamente prohibido rozar con cualquier parte del cuerpo de su policromada y dorada superficie (no podía creer que algo tan espantosamente barroco como ese escritorio fuera tan valioso como afirmaba siempre lady Arista. Ni siquiera tenía compartimentos secretos, como bien habíamos podido comprobar Hyunjin y yo hacía años.) Minho llevaba un traje azul oscuro que parecía mezcla de camisón, albornoz y hábito de monje.
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Rubí, el último viajero del tiempo (Jilix-Hanlix) Libro 1 de la trilogía
FanficEn casa de Lee Felix nada ni nadie es del todo "normal", empezando por su excéntrica (¡y chismosa!) tía abuela Maddy, que tiene extrañas visiones, pasando por Lisa, que se escapó de casa hace 17 años sin dejar rastro alguno... Y para acabar, también...