Capítulo 8

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Aterricé con el trasero sobre una piedra fría con una galleta en la mano. O al menos daba toda la sensación de que era una galleta. A mi alrededor reinaba una oscuridad absoluta, más negra que el carbón. Extrañamente, en lugar de sentirme paralizado por el terror, no sentía ningún miedo. Tal vez fuera por las palabras tranquilizadoras de mister George, o tal vez sencillamente porque para entonces ya me había acostumbrado a los saltos. Me llevé la galleta a la boca (¡realmente deliciosa!), y luego busqué palpando la linterna que llevaba colgada del cuello y me pasé el cordón por encima de la cabeza. Tardé unos segundos en encontrar el interruptor de la linterna. Luego vi las estanterías de libros reconocí la chimenea (por desgracia, apagada y fría). La pintura que había encima era la misma que había visto antes: el retrato del viajero del tiempo con la peluca rizada blanca, el conde de no sé qué. Solo faltaban un par de sillones y mesitas y, por desgracia, el cómodo sofá donde había estado sentado. Mister George había dicho que me limitara a esperar hasta que volviera a saltar de vuelta. Y posiblemente lo habría hecho si el sofá aún hubiera estado allí. Pero, pensándolo bien, no hacía ningún daño si echaba una ojeada por la muerta. Avancé tanteando con cuidado y me encontré con la puerta cerrada. Menos mal que ya no tenía que ir al baño. A la luz de la linterna revisé la habitación en busca de algún indicio del año en que me encontraba: quizá hubiera un calendario colgado en la pared o colocado sobre el escritorio. El escritorio estaba lleno de papeles enrollados, libros, cartas abiertas y pequeños cofres. El rayo de luz iluminó un tintero y unas plumas. Cogí una hoja de papel gruesa y áspera, cuya escritura tenía tantas florituras que costaba de descifrar. Muy honorable señor doctor —leí—: Hoy he recibido su carta, que solo ha tardado nueve semanas en llegar. Uno no puede sino quedarse admirado por esta velocidad cuando piensa en el largo camino que ha recorrido su ameno informe sobre la situación de las colonias. Sonreí. ¡Nueve semanas para recibir una carta! ¡Y la gente aún se quejaba de la informalidad del servicio de correos inglés! Bien, al parecer me encontraba en una época en que las cartas aún se enviaban con palomas mensajeras, o, mejor aún, con caracoles. Me senté en la silla del escritorio y leí unas cuantas cartas más, lo cual me pareció una ocupación bastante aburrida. Además, los nombres tampoco me decían nada. A continuación registré los pequeños cofres. El primero que abrí estaba lleno de sellos con motivos artísticamente labrados. Busqué una estrella de doce puntas, pero solo había coronas, letras imbricadas unas con otras y bonitos motivos florales. También velas de cera de todos los colores, incluso de oro y plata. El siguiente cofre estaba cerrado. Tal vez hubiera una llave en alguno de los cajones. Esta pequeña búsqueda del tesoro empezaba a ponerse francamente divertida. Si lo que encontraba en el cofre me gustaba, sencillamente me lo llevaría a modo de prueba. De hecho, con la galleta había funcionado. Le llevaría un pequeño recuerdo a Hyunjin; eso tenía que estar permitido. En los cajones del escritorio encontré más cañones de pluma y tinteros, cartas guardadas en sus sobres, libros de notas encuadernados, una especie de estilete, un cuchillito en forma de hoz y... llaves. Muchas, muchísimas llaves de todas las formas y tamaños. Hyunjin hubiera estado encantado. Seguramente en esa habitación había una cerradura para cada una de esas llaves y tras cada cerradura un pequeño secreto, o mejor, un tesoro. Probé unas cuantas llaves que parecían bastante pequeñas para entrar en la cerradura del cofre, pero la que encajaba no estaba allí. Lástima. Seguramente contenía joyas valiosas. ¿Y si me llevaba el cofre entero? No; era poco manejable y demasiado grande para el bolsillo interior de mi chaqueta. En la siguiente caja había una pipa muy bonita, artísticamente tallada, probablemente de marfil, pero aquel no era un regalo apropiado para Hyunjin. ¿Y si le llevaba uno de los sellos? ¿O ese bonito estilete? ¿O uno de los libros? Naturalmente, sé de sobra que no está bien robar, pero aquella era una situación excepcional y me parecía que tenía derecho a una compensación. Además, tenía que comprobar si funcionaba lo de llevarse objetos del pasado al presente. De hecho, yo, que me sentía moralmente indignado cuando Hyunjin cogía más de una de las tapas de degustación gratuitas que ofrecían en Harrods o —como hacía poco— arrancaba una flor de un macizo del parque, me sorprendí de no sentir el menor remordimiento. El único problema era que no conseguía decidirme. El estilete parecía el objeto más valioso. Si las piedras de la empuñadura eran auténticas, seguro que valía una fortuna. Pero ¿qué iba a hacer Hyunjin con un estilete? Seguro que le gustaría más un sello. Pero ¿cuál? El vértigo me liberó de la necesidad de tomar una decisión. Cuando el escritorio empezó a difuminarse ante mis ojos, cogí el primer objeto que tuve tiempo de agarrar. Aterricé suavemente sobre mis pies. Al principio, la luz me cegó. Rápidamente me metí en el bolsillo, junto al móvil, la llave que había cogido en el último segundo y miré a mi alrededor. Todo estaba exactamente igual que antes, mientras bebía té con mister George. El ambiente de la habitación estaba agradablemente caldeado gracias a la chimenea encendida. Pero mister George no estaba solo. Le acompañaban Falk Han y el antipático y gris doctor White (junto con el pequeño fantasma rubio). Los tres hombres conversaban en voz baja en el centro de la habitación, mientras Jisung Han les contemplaba con aire indolente, con la espalda poyada en uno de los armarios de la biblioteca. Él fue el primero que me vio. 

Rubí, el último viajero del tiempo (Jilix-Hanlix) Libro 1 de la trilogíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora