Capitulo 2

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Beleg, Anairë, lord Golasgil y los dos guardias emprendieron el regreso hacia los bosques que eran su hogar.

En todo momento la princesa estuvo rodeada por los hombres, en caso de un ataque. A medida que avanzaban Anairë pensaba en lo improbable que era que los sorprendieran en ese momento, pero aun así la amenaza estaba presente, era algo real, y eso se lo recordaba el pequeño cordel de cuero alrededor de su cintura. Antes de montar, su padre le entregó el cinturón de cuero que sostenía la funda de un cuchillo, y ahora rebotaba contra su muslo siguiendo los movimientos de su caballo.

Anairë cerró los ojos y se recordó por qué tenía que llevar el arma en todo momento. No era para defenderse, sino para suicidarse.

Y eso era una orden del mismísimo rey Thingol.

Que una mujer entrenarse en el arte de la guerra estaba muy mal visto, pero la princesa Elentari era toda una excepción. Siempre luchando, siempre aprendiendo con un arma distinta. Y siempre estaba dispuesta a enseñar lo que sabía a otros.

Esto no le gustó a la Reina Melian, para ella, las mujeres de la corte debían ser educadas y finas, por lo que entrenar con armas estaba prohibido.

- ¿Cómo espera entonces su majestad que las mujeres se defiendan en caso de ataque? - le había dicho Elentari en una ocasión. Malian decidió ignorar esa pregunta durante muchos años, hasta que la princesa se la formuló a su hermano.

Cabe decir que Thingol tenía el mismo pensamiento que su esposa, pero era tanta la presión de su hermana y de sus seguidores, que al final cedió a que ella compartiera sus conocimientos de batalla con todas aquellas doncellas que quisieran aprender.

A pesar de todo, la resistencia al entrenamiento permaneció entre muchas familias nobles, por eso se empezó a promover la idea que las mujeres siempre llevaran un cuchillo en su cintura o escondido entre sus ropas para, en el caso de ser atacadas y no tener salida, poder quitarse la vida.

Eso era considerado un destino mucho más honorable que caer prisionera, ya que si eran capturadas las doncellas serían llevadas a las tierras de los monstruos donde serían esclavizadas y ultrajadas.

Mientras la comitiva se acercaba a su destino Anairë reflexionaba sobre esa norma. No sabía muy bien el porqué, pero se preguntaba si, llegado el momento, tendría la fuerza suficiente para acabar con su vida o luchar por ella.

Estaba tan perdida en sus propias divagaciones que no se dio cuenta cuando llegaron al puente de piedra que le daría el acceso a la ciudad. Lo primero que vio la princesa al entrar fueron herreros Naugrim que se movían de un lado hacia el otro por las estancias.

- ¿Qué sucede? –le pregunto Anairë a su padre.

- Los Naugrim llegaron poco antes de que saliera a buscarte. Nuestro Rey los ha contratado para la fabricación de armas para la guerra.

Al desmontar, Anairë observo a los Enanos mientras estos se reunían para organizar los últimos detalles y buscar los últimos materiales necesarios para poder realizar su labor. Raza guerrera desde antaño, los Naugrim luchaban con fiereza contra quienquiera los dañara: servidores de Melkor, Eldar, Avari o bestias salvajes, y también, y no pocas veces, contra los Enanos de otras mansiones o señoríos. Los Sindar, por cierto, no tardaron en aprender de ellos el arte de la herrería; pero en el arte de templar el acero los Naugrim nunca fueron igualados, y Anairë sabía que nunca lo serian.

- Mi querida hija- se escuchó una voz detrás de Anairë.

- Madre- la princesa hizo una reverencia

Elentari se encontraba ante ella en todo su esplendor. Sus cabellos dorados tenían un brillo especial a la luz mágica de las antorchas, y este resaltaba más gracias a su vestido hecho de hilos de oro. Sus ojos azul zafiro miraban a su hija con orgullo mientras la abrazaba fuertemente.

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