Uno

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La estación datá de 1860. La fachada tenía como centro un arco del triunfo de grandes bloques de piedra y estaba decorada por decenas de estatuas obsequiadas por las ciudades en las que el ferrocarril hacía una parada. Un edificio poco singular en esa ciudad repleta de singularidades, pues como todas las estaciones de terminó, tenía forma de U y se extravió entre los moderno edificios de la metrópolis, por la que pase como un viento efímero.

La ciudad era fría, mucho más de lo que imaginé, por lo que tuve que comprar un abrigo color miel. Mi maleta era pequeña y mi bolso también. Los apretaba contra mí, para medio correr hacia el andén, temiendo no tomar el último tren de ese día. Lo alcance con tiempo de sobra y me encontré ante un vagón con cubículos. No sabía dónde ir. Le mostré el boleto al inspector y me señaló una puerta estrecha, por la que entre de costado y terminé cayendo sobre la butaca. De paso golpeando mi cabeza con la pared. Por suerte no había nadie ahí, pero eso pronto cambio.

Un hombre ingreso al lugar con una maleta pequeña y un estuche de cuero, de esos en que guardas binoculares, colgando del hombro. De allí también pendía un abrigo pesado de color azul oscuro. Me saludo cortes, mientras se desprendía de aquella prenda para doblarla con cuidado antes de sentarse justo a mi lado, hacia el pasillo. Lo miré discretamente y es que nadie hubiera podido no dedicarle unos segundos de atención. Tenía el cabello blanco y los ojos violeta. Sólo había leído del síndrome de Alejandría. Verlo me cautivó un poco, pero no quería incomodarlo por lo que pronto aparte la mirada de ese individuo de baja estatura y edad indefinible.

Saco una guía turística de bolsillo y un bolígrafo de aquel estuche de cuero. Comenzó a tachar algo con mucha atención, después extendió un mapa y allí desbordó su atención hasta que el tren partió. Para entonces yo oía música de mí teléfono celular y me perdí en los acorde de un chelo y un piano, mientras la ciudad iba quedando atrás, al ritmo del ferrocarril. No mirar ese paisaje era un crimen, con lo que me costó el boleto. Las horas iban pasando y pronto el tenue perfume de aquel hombre, invadió aquel espacio logrando apartarme de esos campos de colinas bajas, que se extendían hasta el horizonte.

-Disculpe- me dijo y lo miré- ¿Usa este tren con frecuencia?

-No, yo sólo estoy de paso por la ciudad-le dije y se me quedó viendo fijamente.

-Ya veo- murmuró- Disculpe,
pero necesito salir un momento ¿Le importaría cuidar mis cosas hasta mi regreso? Volveré enseguida.

No iba a negarme a tal cosa y lo vi salir, sin prisa, a alguna parte. Como dijo regresó rápidamente y traía dos vasos de café en la mano, más un periódico doblado, bajo el brazo.

-Espero que le guste el café italiano. No había de otro tipo en el coche comedor-me dijo al ofrecerme uno.

En realidad no me gustaba, pero tenía que mantenerme despierta para hacer un transbordo cerca de la media noche. Claro que recibir el café de un desconocido no me era muy sensato.

-Gracias-le dije al fin para no ser descortés.

-Disculpe las molestias. Por cierto ¿Esta haciendo el tour?

Cuando me hizo esa pregunta, recordé que me habían advertido respecto de no dar mucha información de mí, durante el viaje.

-Más o menos. Voy a reunirme con alguien- le dije, pero mentí.

-Lo pregunto porque he oído que el ferrocarril de transbordo está retrasado en cuarentena minutos.

Esa noticia me tomó por sorpresa y también me inquieto.

-Lo sé. Mi viaje sufrirá un pequeño trastorno también-me dijo y suspiro mientras cerraba los ojos un momento.

No volvió a hablar y tras darme una sonrisa, regreso a su guía de turismo. Yo respondí el gesto y bebí un sorbo del café, pero lo medio escupí. No había probado algo más amargo en mi vida.

-Tenga-me dijo y ofreció una servilleta de papel esvosando una tibia sonrisa.

Una vida de CristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora