Hacia el Oeste

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Glinda miró a la ventana. Hacia el oeste, como cada mañana. Elphaba nunca había aparecido, pero ella no perdía la esperanza. Un día estaría ahí y de nuevo tomaría sus manos y estarían juntas como en la torre de Ciudad Esmeralda, antes de que todo cambiara.

Ella entendía por qué Elphaba se había ido y por qué había retado al mago. Lo entendía porque quizá Elphie le había heredado un poco sus ganas de pensar en cosas más complicadas que vestidos de noche y broches para su cabello. Lo que no entendía a veces era por qué ella no se había ido también. Algunas noches, sobre todo cuando Fiyero no estaba ahí, imaginaba que le había dicho que sí a Elphie, y que había volado con ella esa noche. Lejos del Mago de Oz y Madame Morrible.

Lo que más le dolía era no saber dónde estaba. Por años habían dormido juntas en su dormitorio de Shiz. Ella se había acostumbrado a escuchar la respiración de su amiga en la cama de a un lado. O a escuchar sus murmullos cuando estudiaba por las noches. Extrañaba su sonrisa tímida, pero sobre todo, sus brillantes ojos que reflejaban la increíble mente detrás de ellos.

A veces también pensaba en sus labios. A veces cuando Fiyero se acercaba a ella, imaginaba sin querer a Elphaba. Los brazos cuidadosos de Elphaba envolviéndola, mientras la besaba.

Todo había salido mal. No entendía porque a ella, Glinda, la más mágica y maravillosa de todo Oz, le había salido mal todo. Porque debería estar feliz, ¿no? Al final tenía a Fiyero, la confianza del Mago, la admiración de sus co-ciudadanos de Oz. ¿No era eso todo lo que había deseado?

Cerró la ventana que daba al oeste. Sí, eso era lo que había deseado, y ahora saldría de su casa y estaría feliz en su fiesta de compromiso.

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Oz había cambiado radicalmente. Más rápido de lo que Elphaba había imaginado que cambiaría. Hombre sentimental. Elphaba giró los ojos. "Por todas las escobas voladoras, como desearía jamás haber confiado en ese hombre." Oz seguía bajo su hechizo. Ese era el principal problema. El segundo eran todos los Animales que cambiaban rápidamente y perdían el poder del habla. Elphaba no entendía bien por qué. Era como si al dejarlos de tratar como personas, simplemente olvidaran poco a poco, hasta acabar como poco más que leones asustados.

Esta tarde había rescatado a una familia de caballos y los había alojado en su castillo al oeste de Oz, como a todos los demás Animales que había logrado rescatar. Camino a casa, volando a toda velocidad, había pasado sobre Ciudad Esmeralda. Era arriesgado, pero era el camino más corto. Y como siempre cuando veía la resplandeciente ciudad había pensando en Glinda.

En la última noche que se vieron, y en cómo se negó a irse con ella. Aún después de todo. De su amistad y de... sacudió la cabeza y se obligó a dejar de pensar en ello. Cuando huyó de Ciudad Esmeralda en su escoba había llorado ya por ella. Ahora tenía que olvidarla. Claramente a Glinda no le importaba lo suficiente. Ni ella, ni Oz. Elphaba tenía cosas más importantes que hacer que pensar en esas tonterías.

Se preparó un café. Estaba oscureciendo en Oz. Comenzó a hojear el periódico que había llegado esa mañana. Nunca había nada muy interesante, pero a veces había mensajes de Animales en peligro. Lo que encontró esa tarde le rompió el corazón.

¿Glinda y Fiyero comprometidos? Por más que había intentando olvidarse de Glinda, de Fiyero. Ahí seguían, arruinándolo todo.

Era suficiente. Había pasado demasiado tiempo lejos de Ciudad Esmeralda. Dejando al Mago mantener su poder. Todo esto era su culpa. Sin él, ella podría ser feliz nuevamente. Sin Glinda. Sin El Mago. 

Memorias de dos brujas malasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora