Historia corta de San Valentín

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El Orfanato Niños de las Estrellas estaba celebrando el día de San Valentín con una feria temática. Por todos lados se veían niños corriendo y jugando, parejas tomadas de la mano y gente comprando dulces. Miho le había pedido ayuda a Seiya y a sus amigos para organizar el evento y ellos habían aceptado con gusto, porque la recaudación serviría para mejorar las instalaciones del orfanato y darles una sorpresa a los pequeños el Día del Niño. La mismísima Saori Kido aportó algunos juegos mecánicos. Incluso Ikki, que en un primer momento se había negado, atendía uno de los puestos junto con su novia Esmeralda.
     Shun también cooperaba, era el más emocionado de todos por estar ahí. Su puesto era el que tenía más gente aunque casi todos iban solo para verlo a él. Hyōga tampoco pudo resistirse, la sonrisa de Shun lo jalaba como un imán. Decidió aprovechar que la siguiente ola de fanáticas aún no llegaba.
     —Oye, precioso, ¿cómo se juega esto? —preguntó el rubio, apoyándose en la orilla de la mesa. Guiñó un ojo con aire coqueto.
     Shun sonrió y esperó a que se le bajara el rubor de las mejillas. Se derretía cuando su novio jugaba a enamorarlo por primera vez. Fingió no conocer a Hyōga, y le explicó la dinámica del juego como a cualquier otra persona. Era muy sencillo: un crédito daba cinco disparos. El juego consistía en derribar tantos objetivos como fuera posible, y el premio dependía del puntaje final. Entre las recompensas había un conejo de peluche grande, esponjoso y blanco como una nube, venía dentro de una bolsa de celofán atada con una cinta rosa. Hyōga se mostró muy interesado en saber cómo ganarlo, y Shun le explicó que tenía que darle en el centro a la diana con sensor que estaba más al fondo.
     Hyōga, muy seguro de sí mismo, pagó un turno. No falló ni un tiro, pero tampoco ganó el peluche. Shun checó su puntaje y le entregó un patito de felpa con una camiseta azul que tenía bordadas las palabras «I cuack you». Como el rubio estaba empeñado en tener el conejo pidió una segunda ronda, y sin mucho esfuerzo atinó justo en el centro de la diana con el primer dardo. Shun miró pasmado las luces que anunciaban la victoria del jugador.
     —Tu puntería es alucinante, vaquero —bromeó mientras le entregaba el enorme conejo.
     —Gracias. Ahora dime, ¿cómo hago para ganarme tu corazón? —murmuró Hyōga inclinándose sobre el mostrador.
     —Oh, eso es un poco más difícil —respondió Shun, pasando un mechón de cabello detrás de su oreja—. Pero mi relevo llega a las cuatro. Quizás podrías invitarme a caminar, darme golosinas...
     —Muy bien. Volveré por ti más tarde, bombón —le plantó un beso en la comisura y se fue.
     Shun sintió que dos horas eran más bien dos años. Estaba mucho más risueño, pero solo imaginaba a Hyōga: tenía la boca hecha agua por saborear sus besos y moría por tocar sus manos. Trataba de enfocarse en su actividad para matar el tiempo, y sintió alivio cuando su colega llegó quince minutos antes, porque era un cuarto de hora que pasaría más rápido. El reloj apenas marcaba las cuatro y Hyōga ya estaba de regreso por él. Shun se aseguró de dejar todo en orden antes de lanzarse a los brazos de su amado, quien, por cierto, le había llevado un jugo de durazno y un sándwich de pollo.
     —Tengo algo para ti, rey mío —le dijo Hyōga, con las manos en la espalda—. Pero tienes que besarme.
     —¡Vamos, Hyōga! ¿Qué es? Al menos enséñame.
     —No, así no. Será tuyo si me das un beso muy rico.
     Shun se sopló el cabello de la frente y pasó sus manos por el cuello del rubio. Cerró los ojos y juntó sus bocas. Los labios de Hyōga sabían a helado de cereza y a malvavisco, era lo más fantástico del mundo. De repente sintió algo muy suave contra su boca, algo como felpa o terciopelo. Abrió los ojos y se dio cuenta de que su novio se había apartado y sostenía al pato de juguete frente a su cara. Shun persiguió a su novio bromista entre carcajadas y cosquillas.

El cielo estaba partido en dos: hacia el oeste era de color naranja con montones de nubes rosas y moradas; hacia el este todo era de color índigo, como una capa bordada con joyas de muchos colores. Shun caminaba cargando su conejo, Hyōga le daba de comer en la boca y cuidaba que no fuera a tropezar. Era muy chistoso, porque el peluche era tan grande que tapaba casi por completo al chico de pelo verde, de frente no se distinguía más que un conejo volador o un peluche con piernas. Se sentaron en una banca mientras veían a los niños jugar. «Qué día tan maravilloso», pensó Shun. Los autos de choque estaban cerca, y alcanzó ver que Ikki y Esmeralda estampaban su carro contra el de alguien más. Se le ocurrió que sería divertido subir a la atracción otra vez, pero descartó la idea enseguida: su hermano estaba pasando un buen rato. No quería interferir.
     —Estás muy callado, bollito. ¿Todo bien? —Hyōga lo acercó más en un tierno abrazo.
     —Sí. Me siento lleno de dicha —sonrió Shun, mirando los ojos azules de Hyōga que hacían juego con el ocaso. Luego se tapó con el codo y estornudó—. Disculpa.
     —Salud —le dijo su novio, al tiempo que lo tapaba con su chamarra—. ¿Tienes frío? ¿Quieres ir a casa?
     —No, no todavía.
     Shun se acurrucó sobre el pecho del rubio, y le dió un entre el cuello y la oreja. Nunca había tenido una cita tan especial, pero no se le ocurría cómo podría hacerla de verdad mágica. De pronto vio que unos metros más adelante había una atracción que no había probado. Sonrió entusiasmado.
     —Hyōga, ¿me llevas allá? —pidió apuntando a la rueda de la fortuna.
     Hyōga guardó silencio y levantó las cejas.
     —Por favor, quiero ir. Te prometo que es lo último y volvemos a casa. Vamos, copito.
     Hyōga no tuvo corazón para negarse.

Shiryū acompañaba a Kiki en la fila para subir a la rueda de la fortuna.
     —¡Mira, Shiryū! Somos los siguientes. Oye, ¿esos de adelante no son Shun y Hyōga? ¡Y mira cuántos juguetes traen! —señaló Kiki, subiendo a los hombros de su amigo.
     —Sí, tienes razón. Es curioso: a Hyōga no le gustan esta clase de juegos. ¡Qué cosa, un pato llevando otro pato!
     El mecanismo se puso en marcha con un chirrido metálico que pasó desapercibido entre el alboroto del festival. Shun estaba embelesado con la vista nocturna de la ciudad, pero lo invadió el remordimiento cuando vio a su novio pálido y casi abrazado de la barra de seguridad. Se preguntó cómo era posible que en dos años de estar juntos nunca reparó en que Hyōga sufría de acrofobia. «Eso es horrible, soy un egoísta», se reprochó. Abrazó con fuerza a su novio para intentar calmarlo.
     —Perdóname, Hyōga —suplicó mientras una de sus lágrimas caía al vacío—. De haber sabido, yo… Cuánto lo siento.
     —No, Shun. Yo no te había dicho nada —le consoló el rubio, secando su mejilla.
     El juego se detuvo luego de un par de vueltas. Ellos quedaron muy arriba, casi en la cima. Hyōga pensó que así se sentía ser un limón en una canasta de supermercado. Shun se disculpó otra vez por haberlo arrastrado hasta el enorme monstruo mecánico que los balanceaba ahora. El rubio le acomodó el cabello a su novio y le dijo:
     —Estoy bien, Shun. Mírame —y en efecto, se veía más tranquilo. Abrazó al hermoso chico que tenía al lado—. Hay que disfrutarlo.
      Miraron el paisaje: una hermosa luna creciente se columpiaba en el cielo, y el mar besaba la falda de la vanidosa playa. Las luces de la ciudad parecían estrellas que brotaban del suelo. Sintieron que no había nadie más en el mundo aparte de ellos dos.
     —Es el mejor día de toda mi vida —suspiró Hyōga—. Comí todos los caramelos que quise, me subí a todos los juegos de la feria y vencí mi miedo a las alturas. Y todo lo hice contigo, pimpollo.
     —Me alegro mucho, Hyōga.
     —Creo que lo mejor fue que no te delegaron el puesto de los besos.
     —¿Por qué? —preguntó Shun con los ojos bien abiertos.
     —Porque yo jamás me hubiera quitado de ahí. Habría pagado todo el día con tal de ser el único en la fila.
     —¡Oh, copito! ¡Nunca hubiera podido! Tú sabes que mi boca y mis besos son solo para ti.
     —Te amo, Shun.
     —Te amo, Hyōga.
     Y se besaron como la primera vez mientras la rueda los bajaba del cielo poco a poco.
     —¡Puaj! ¡Que asco! ¿Por qué no buscan un lugar más privado? —se quejó Kiki y tapó sus ojos con las manos. Shiryū se rió por el enfado de su amigo, que lo había visto todo porque quedaron arriba de los enamorados.

Cuentos del conejo que se enamoró de un patoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora