Shun estaba recargado en la barandilla del segundo piso. Miraba hacia la cancha libre del colegio. Se espantó cuando sintió una mano en la espalda: era su hermano Ikki, que le había llevado el almuerzo porque nunca bajó a la cafetería. Shun agradeció todo, pero apenas le dió unos sorbos a su malteada. Ikki le preguntó si estaba bien.
—Claro, hermano —aseguró Shun—. Solo tenía ganas de tomar aire fresco.
—Seguro, Shun. ¿Por casualidad tu aire fresco acaba de recibir un pase de pecho?
Shun escondió la cara entre sus manos. Hyōga, su compañero de clase, estaba jugando un partido rápido de basquetbol con algunos amigos. Shun disfrutaba hasta verlo jugar cartas. Se había enamorado de él desde que le puso los ojos encima, pero nada más había conseguido ser su amigo.
—Deberías decirle lo que sientes —propuso Ikki, por enésima vez.
—No. Lo haré cuando sea el momento adecuado —explicó el menor.
Se sentaron en el piso y colgaron los pies al otro lado de las barras metálicas. Shun había tratado de abrir su corazón varias veces, pero tenía miedo de ser rechazado y perder una linda amistad. El día de los inocentes se declaró, pero eso no contaba para él, porque cuando Hyōga guardó silencio se apresuró a decirle que era una broma. Y ese era el mejor de sus intentos. En el fondo sabía que él mismo necesitaba crear la oportunidad, pero le resultaba muy difícil. Vio que otro chico le cometió una falta a su amor platónico. No entendía mucho de deportes, pero hasta él sabía que el movimiento era ilegal. «¡Qué sucio! ¿Cómo puede alguien aventar el cuerpo de esa forma y esperar no ser visto?», pensó para sí. Los jugadores se acomodaron de nuevo en el patio y quiso preguntar porqué, pero le daba pena evidenciar cuánto cuidaba a su amigo.
—Le dan tres tiros libres a Hyōga. Deberían sacar al asno que lo tumbó: esa falta cuenta por cinco, lo venía marcando desde media cancha —comentó Ikki, que tenía la costumbre de explicarle todos los eventos deportivos como si fuera un cronista.
Luego de unos minutos terminó el partido. La puntuación fue veintiuno a diecinueve, a favor del equipo de Hyōga. El rubio felicitó a sus compañeros y caminó hasta una de las bancas, se quitó la playera para echarse agua de una botella, se secó rápido y se puso la camiseta que traía de recambio. Ikki le limpió la barbilla y el muslo a Shun con una servilleta mientras le decía:
—¡Cierra la boca, o tus babas le caerán a alguien de abajo!. Al menos podrías fingir que no te mueres por él.
—Lo siento, hermano —contestó el menor con una enorme sonrisa.
—Shun, mírame. O lo haces tú o lo hago yo.
—No tengo idea de qué estás hablando.
Ikki le dio una palmada en el hombro a su hermano y se incorporó. Dió un par de pasos pero Shun se tendió en el suelo para agarrarle por los tobillos.
—¡No, hermano! Ten piedad —chilló Shun.
—Se lo digo yo, será más fácil para todos. Además quiero dejarle bien claro que si intenta pasarse de listo contigo le irá mal.
—Hermano, te lo ruego. No le digas, yo lo haré.
Ikki levantó a su hermano del suelo y le sacudió la ropa. Le advirtió que, si para el final del día no le confesaba sus sentimientos a Hyōga, él mismo lo haría. Y Shun prometió hacerlo.Shun encontró a Hyōga detrás de las gradas. Le tocó el hombro y lo saludó.
—Lebron James, ¿me regalas tu autógrafo?
—¡Conejo! ¿Dónde estabas?
—Por ahí. ¡Qué partido diste! Ese slam dunk estuvo de locos —alabó al rubio, recordando las palabras de su hermano.
Hyōga no dejaba de frotar su brazo izquierdo como si tuviera arena encima, y el pequeño Shun se ofreció a revisarlo. Vio que el rubio tenía un raspón de unos diez centímetros que sangraba desde el codo. Lo llevó al baño para limpiar la herida, y volvieron al salón de clases donde le puso un vendaje como si tuviera seis años. El niño, que era algo patoso, estaba habituado a atender lesiones y cortes de todo tipo, y traía lo básico a la mano, siempre decía: «Nunca se sabe cuándo será útil». Pasó el resto del día queriendo hablar con su amigo, pero en cada ocasión algo lo detenía. Cuando la campana de salida repicó todos los estudiantes corrieron hacia la puerta como si el colegio entero estuviera quemándose. Shun se quedó solo con Hyōga, era su última oportunidad antes de que Ikki lo pudiera delatar.
Tomó a su amigo por el brazo sano:
—¡Hyōga, escucha! Yo quisiera hablarte de algo. Es importante.
Hyōga le sonrió, y lo dejó continuar. Se sentaron al fondo del aula.
—Somos cercanos, ¿no? Tú me agradas. Hablo de que en serio, de verdad, te aprecio. Y quisiera estar contigo, pasar más tiempo juntos.
—De hecho, te iba a invitar a comer hoy a mi casa.
—¡No! Quiero decir, sí. No sé. Solo —Shun respiró hondo y se llevó las manos a la frente—, solo déjame terminar. Y si no cambias de opinión, me sentiré feliz de aceptar. Yo quiero mucho a mis amigos, daría la vida por ellos sin pestañear. Nunca había esperado nada a cambio de mi cariño, pero ahora veo que el cariño de una sola persona se manifiesta diferente.
»Tú y mi hermano son lo más valioso que tengo, pero no puedo quererlos igual. A Ikki lo amo porque es mi familia. Soy incondicional para él, y me consta que él siente lo mismo. Pero tú, Hyōga, no eres de mi sangre, y sin embargo también te llevo en mí. Pero mientras más convivo contigo, menos seguro estoy de que sea recíproco. Yo puedo hacer mucho por ti, pero no puedo controlar tus emociones, y no pretendo hacerlo. Me conformaría con saber que de vez en cuando piensas en mí, y que me extrañas. El punto es que el afecto que te tengo se ha transformado, y no puedo controlarlo. Te adoro, tanto que a veces me quedo sin aliento. Te amo a rabiar. Te amo, Hyōga.
Shun se calló como si hubiese recibido un regaño. Oía sus palabras como un disco rayado en su cabeza y no procesaba que habían salido de su boca. ¿Cómo había podido compartir esos pensamientos tan íntimos? Un momento antes se le estaba enredando la lengua, y ahora había explicado el origen del universo y el significado de la vida, al menos en su concepción. Lloró un poco en silencio. Hyōga seguía tranquilo y no había movido ni un músculo. Shun pensó que se había ganado el desprecio del rubio y se castigó. Un casto beso lo calmó. Sintió por primera vez, en su carne, el amor verdadero. Ese amor que la gente le había negado, que le habían jurado una y mil veces que no existía. Hyōga tomó la divina carita de Shun entre sus manos y luego le murmuró en los labios:
—Yo también te amo, Shun.
—Hyōga —sollozó el pobre Shun, saboreando el nombre de su amor.Ikki esperaba afuera del colegio comiéndose una paleta de limón cuando le llegó un mensaje de texto: «Voy a cenar en casa de mi novio. Me llevará de regreso antes de las siete. Shun. XOXO». Sonrío con orgullo y se terminó su paleta.
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Cuentos del conejo que se enamoró de un pato
KurzgeschichtenSoy muy ociosa, y luego de saturar mi sistema con Caballeros del Zodiaco se me ocurrió algo muy original: escribir Patonejos cortos (nótese el sarcasmo). Las historias son independientes unas de otras, y no todas se rigen por la misma lógica. Si alg...