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Más de un mes después, en la segunda semana de agosto, me dejé arrastrar por Alicia a la playa.

No tenía nada de ganas. Últimamente, no tenía ganas de muchísimas cosas, no cuando lo más mínimo, aunque ni siquiera estuviera relacionado contigo, me recordaba a ti; no cuando tus palabras y las de Isaac seguían taladrándome la cabeza a cada momento de calma que tenía. Pero tenía que poner de mi parte para recuperar esa normalidad con Alicia que era mi vida antes de que aparecieses tú, Ventu. Tenía que dejar de regodearme en mi propia miseria. ¿Sabes la de veces que me descubrí en esas semanas con el móvil en mano y un mensaje a medio escribir que luego me tocaba borrar? Demasiadas. ¿O la de veces que mi dedo titubeaba sobre tu nombre para llamarte? Demasiadas también. Tenía tantas cosas que contarte, nimias e importantes.

Hasta jugar a la Play ya no era lo mismo porque me hacía pensar en ti y las rabietas que tenías cuando perdías.

Así que allí estaba, pasando el día en la playa de la Malvarrosa, con Alicia, sus amigas y las parejas de estas para tratar de sacarte de mi cabeza aunque fuesen unas horas. Y, en un principio, parecía funcionar. Me bebí unas cervezas mientras conversaba con ellos y me metí al mar con Alicia cuando esta insistió.

Pero, después de comer, acabé junto a la orilla del mar junto a la pequeña de un año de una de sus amigas, dándoles la espalda a ellos y jugando a lo que ella quería mientras el sol calentaba mi cara y la leve brisa salobre acariciaba mi piel, lo que consistía en construir castillos y luego sujetarla de la mano para que saltase sobre ellos y los destrozase entre risitas. Cuando su madre me lo pidió, le puse bronceador en la cara y los brazos sin que la niña dejara de moverse en ningún momento.

De cuclillas en el suelo y arrastrando el rastrillo por la arena húmeda, protestó un poco cuando le encajé un gorrito para el sol en la cabeza, aunque enseguida se olvidó y se echó a reír cuando una ola nos sorprendió y me tiró de culo, salpicando mis gafas.

Sonriente, me incorporé otra vez de rodillas y atrapé su cuerpecillo para hacerle cosquillas. Casi, casi podía dejar volar la imaginación y fingir que era un padre más con su hija. ¿Sería así cuando Alicia por fin se quedara embarazada y tuviéramos a nuestro pequeño? Si la respuesta era sí, entonces quizá valdría la pena extrañarte y la perpetua opresión horadándome el pecho ante tu ausencia.

Una de las amigas de Alicia comentó lo buen padre que sería.

Sin poder ocultar la sonrisa que tiraba de mis mejillas, hinché el pecho mientras escarbaba la arena húmeda con ayuda de la pequeña y tenía una oreja puesta ante la conversación a mis espaldas. Alicia comentó que, si por ella fuera, nada saldría de entre sus piernas, pero que «lo hago por mi Francis». La brisa arrastró las risas cacareantes de todas. Más de una concordó con que Alicia tenía el instinto maternal de un zapato de diseño, que nunca la habrían imaginado ni en mil años en esa situación.

Y siguieron carcajeándose.

Mi sonrisa se aplacó un poco. Yo no estaba de acuerdo. Ningún padre nacía enseñado, ¿no? Todos partíamos desde cero al tener nuestro primer hijo y aprendíamos a marchas forzadas porque otra no quedaba. Sí, pudiera ser que Alicia fuese la última persona que habría visualizado con un bebé, pero se merecía el beneficio de la duda para demostrar que incluso ella podía ser una buena madre, sin importar la clase de infancia que hubiera tenido o el mal ejemplo que hubieran sido sus padres.

Todos tenemos derecho a serlo y eso no implica que vayamos a cometer los mismos errores que nuestros padres. No somos el reflejo de ellos.

Alicia resopló una risa baja y desdeñosa.

[Extraño #2] Extraña necesidad (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora