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Aquel veinticinco de diciembre, después de la gran comilona que nos dimos, me encerré con Isaac en el cuarto que una vez compartimos. Apoyados ambos contra la ventana, abierta de par en par, fumábamos en silencio, con el olor mentolado de la marca que fumaba mi hermano danzando en el ambiente cada vez más gélido. Afuera del dormitorio, el murmullo de las conversaciones y las risas llenaba la casa de un sentimiento de festividad que yo no compartía.

La verdad es que no tenía muchas ganas de estar allí.

Alicia debía estar en el comedor, sentada en el sillón de siempre y pegada a su móvil, fingiendo que nadie a su alrededor existía. Su madre, a la que había cedido a regañadientes a que invitásemos a venir con nosotros, estaría hablando de forma comedida con mis padres, siempre con las manos en su regazo, sobre su impecable vestido blanco.

Y mi abuela estaría viendo alguna película navideña desde su sillón.

Si hubiera estado allí afuera con ellos, sin embargo, habría estado escrutándome con esos ojillos suyos tan sagaces que prometían averiguar lo que fuera que me ocurriese en cuanto me pillase a solas y no dejarme ir hasta llegar al fondo de la cuestión. Por suerte, no era el único que ese día andaba de un humor raro, por lo que, nada más llegar, Isaac también se vio sujeto al mismo trato por parte de nuestra abuela y, por si fuera poco y de postre, nuestros padres.

Huir a nuestro cuarto era la decisión más inteligente que podríamos haber tomado.

Di una honda calada y la expulsé lentamente hacia el ambiente frígido del exterior, creando pequeñas bolutas blanquecinas que enseguida se difuminaban. Isaac y yo debíamos llevar más de diez minutos de bendito silencio cuando este lo rompió al preguntar:

—Casi me siento mal por estar tan gruñón hoy, viéndote a ti. —Me encogí de hombros. Por el rabillo del ojo, era consciente de que me estudiaba con curiosidad—. ¿Qué pasa? Estás más raro de lo que lo eres de normal. —Resoplé y le di un codazo, haciéndolo reír. Luego, me sujetó el brazo; el festivo esmalte verde y rojo de sus uñas resaltaba contra mi suéter oscuro. Su expresión se volvió grave—. No, en serio. ¿Qué ocurre? ¿Ha... pasado algo con la bruja?

Fruncí el ceño y le envié una mirada de advertencia.

—No la llames así. Ya vale, ¿sí? ¿Por qué no podéis hacer todos un esfuerzo por llevaros bien?

—Ya, ya, ya. —Puso los ojos, delineados de negro para la ocasión, en blanco—. Como sea. No me interesa. Responde: ¿ha pasado algo?

—¿No debería preguntarte eso yo a ti? Si sacas un poco más el labio inferior, se te va a caer al suelo.

—Oh. Já, já, já. Qué gracioso eres.

Me encogí de hombros.

—Solo digo lo que veo. ¿No van las cosas bien con chaval ese?

Negó con la cabeza. Y, tras mordisquearse el labio unos segundos, me confesó que estaba muy frustrado. Por más ahínco que pusiera en hablar cuando terminaban de follar o en quedar con él fuera del piso de alguno de los dos, el otro solo parecía tener tiempo para él si podía empalarse profundo en sus entrañas y hacerlo como conejos. Y, aunque había tratado de sacar el tema más de una vez, el tipo siempre le daba largas y cambiaba de tema, haciéndose el loco.

—No sé qué hacer. —Suspiró Isaac con la vista baja y rascando con la uña del pulgar el borde del filtro del cigarro—. Me gusta. Me gusta mucho, pero me frustra que él no ponga tanto interés o que no parezca estar tan pillado como yo.

Hablamos un rato más sobre ellos y, aunque esa vez Isaac sí aceptó mi consejo de que tuviera cuidado y se alejase del chaval si las cosas seguían así, en el fondo sabía que, en cuanto saliese por la puerta de nuestro viejo dormitorio, se olvidaría de todo lo que no fuese el imbécil ese.

[Extraño #2] Extraña necesidad (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora