Capítulo 1: Prófugo

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– "¿Por qué no saltas, Miguel?" – dijo ella, mirándome con indiscutible confusión.

Después de trece largos años, esa pregunta volvió a atormentarme de golpe, secuestrando mis pensamientos con una autoridad de la cual no podía rebelarme. Sus palabras exigían una respuesta, una respuesta que me liberara de la abrumadora sensación en mi pecho. Sentí que la verdad, esa verdad que creí poseer en vano hasta ahora, esperaba tras la resolución de ese dilema: ¿Por qué no saltar? ¿Por qué? me pregunté.

El tiempo pareció detenerse en el instante en que sus labios pronunciaron esas palabras. Mi mundo pendió de un hilo desde entonces. Hoy, a mis treinta y dos años, por fin lo comprendí: ese fue el último regalo que ella me dejó.

El 10 de octubre de 1998, recibí el primer castigo de mi padre. Una tensa discusión con él y el juzgarlo de la forma en que lo hice me convirtió automáticamente en prisionero de una cárcel de alta seguridad: mi propia casa. Mi padre me sentenció a dos semanas de confinamiento, sin libertad ni siquiera para saludar a los vecinos. Todo esto, a solo dos días del cumpleaños de mi mejor amigo, Raúl.

Conocí a Raúl en mis primeros días de secundaria, cuando tenía 14 años, y fue mi compañero de pupitre hasta la graduación. Raúl era un hombre más bajo que el promedio, pero su lealtad y amabilidad lo hacían destacar. A pesar de su inseguridad, las chicas admiraban su cabello café lacio y su nariz redondeada. Sin embargo, la papada que se formaba bajo su mentón no le facilitaba conseguir novia.

En una noche de octubre, quizás el viernes 16, la ventana de la habitación de mi hermana Isabela parecía llamar mi atención. Aunque lo dudé durante unos minutos, me dejé llevar por la tentación y cometí un acto que cambiaría el rumbo de mi vida. Sorteando arbustos y evitando las luces que se encendían con cada paso, me convertí en un fugitivo. Nunca supe si mis padres notaron mi ausencia esa noche. ¿Cuál era mi destino? La fiesta de cumpleaños de Raúl.

La casa de Raúl, ubicada en un barrio relativamente seguro (aunque los hurtos eran habituales durante la noche), era modesta. Sus padres nunca abandonarían su hogar debido a la cercanía con la secundaria. Gracias a la corta distancia, un beneficio de vivir en el mismo barrio, solo tuve que caminar veinticinco minutos para llegar a la fiesta.

Dentro, mis amigos y compañeros de la secundaria celebraban alegres el paso del tiempo en la vida de Raúl. Aunque llegué tarde, nadie pareció importarle y me recibieron con fuertes abrazos y preguntas triviales.

El ambiente se llenaba de promesas con el vino, la cerveza y los destilados, y la canción "Suavemente" de Elvis Crespo sonaba de fondo, una melodía de moda en ese entonces. Felicité a Raúl con un abrazo apretado y de inmediato revelé mi regalo: mi mera presencia, ya que como prisionero no había podido recibir dinero para comprar uno. Él se burló de mi situación y me invitó a tomar unas cervezas en recompensa por mi atrevimiento, mientras me reservaba un lugar para jugar a las cartas con mis amigos.

La noche joven y fría avanzaba, y la bebida no me decepcionaba, sino que aumentaba mi capacidad para olvidar los problemas del hogar. Fuera de mis confines, me sentía poderoso, audaz. No permitiría que lo que me agobiaba entre esas cuatro paredes se apoderara de todo lo que había construido fuera de ellas.

Mientras planeaba mi estrategia con las cartas para emborrachar a mis amigos, divisé a una mujer hermosa entre la multitud. Su cabello negro caía sobre sus hombros y sus ojos cafés oscuros eran redondos y cautivadores. Sus cejas marcadas y bien arqueadas le daban un toque distintivo. Con una nariz delicada y pómulos rosados y redondos, poseía una estatura baja pero curvas atractivas. Sería mentira si dijera que su belleza no me cautivó a mí y a mi hombría; mis manos temblaron al sostener las cartas.

El porqué de saltarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora