Por fin llegó el viernes y con él, Halloween. En España, como algunos sabréis, esta tradición no se suele celebrar de una forma nacional. Si tienes unos amigos o amigas guays y decidís hacer una fiesta de disfraces por vuestra cuenta, sois unos privilegiados.
Aquí, en Reino Unido, es una fiesta tan importante como la Pascua. Las calles se llenan de telarañas y fantasmas colgados de ventanas. Las casas se convierten en mansiones abandonadas y por la calle huele diferente. Soy una loca de los olores.
En Navidad, en mi casa siempre huele a dulces. A las galletas que le gustan preparar a mi madre, a los mantecados que pedimos por internet a España para no dejar atrás nuestras tradiciones, al turrón que nos regalan algunos amigos de mi madre. Huele diferente, huele a nervios, a emoción.
En Semana Santa (o Pascua) suele oler a tristeza y lágrimas, huele como la lluvia. No porque estemos muy afligidas por la muerte de Dios nuestro Señor (nótese mi ironía), sino porque el Domingo de Ramos se celebra el aniversario de la muerte de mis abuelos.
Sí, de los dos.
Mi abuela tenía problemas respiratorios desde hacía años. Mi abuelo se desvivía por cuidarla y darle la vida que se merecía.
La pareja más goals que vais a ver en vuestra vida.
Pero el amor y el sacrificio no pueden parar ni prevenir lo que ocurrió. Mi abuela murió durmiendo. Se le cortaba la respiración. El respirador que tenía conectado a la máscara de oxígeno que se ponía por las noches se apagó debido a un corte de luz que dejó la casa de mis abuelos en penumbra. A la mañana siguiente, cuando mi abuelo se despertó y se dio cuenta de lo que había sucedido, le dio un ataque de ansiedad, mejor dicho, un ataque de pánico. Tuvo un ataque al corazón. Muerto de miedo se abrazó a mi abuela y su corazón no volvió a latir. Entre esa noche y esa mañana, mi madre y yo perdimos la única familia que nos quedaba.
No es fácil recordar cómo nos enteramos. Mis abuelos no eran grandes fieles a la religión, de misa y rezos todos los días, pero si solían ir todos los domingos a escuchar misa, rezaban cuando les decía que tenía un examen muy importante para que me saliera bien, cosas de abuelos. Les encantaba el barullo, la gente, el ambiente alegre de la Semana Santa. Ese Domingo de Ramos me iban a llevar a ver la procesión de las Palmas, o bueno, como se le conoce de donde vengo yo, La Borriquilla.
Nos sorprendió que al abrir la puerta de su casa estuviera todavía la llave echada.
-No habrán salido todavía a por las hojas de palma, estarán esperando para ir contigo- Me dijo mi madre en un tono alegre y sonriente.
Grité eufórica.
-¡Abuela!, ¡Abuelo!
Les busqué por el salón. Nada.
Les busqué por la cocina. Nada.
Mi madre fue a su habitación.
Todavía puedo escuchar su grito retumbando en mi cabeza.
Todavía puedo recordar las lágrimas de desesperación que le corrían por las mejillas cuando zarandeaba a mi abuela en busca de una reacción.
Pero esa reacción nunca llegó.
Yo no entendía qué estaba pasando hasta que entré a la habitación y, entonces, lo entendí todo.
La imagen de mi abuelo abrazado a mi abuela. Los dos inmóviles. Parecía que estuviesen durmiendo, parecían tan tranquilos, tan a gusto, tan en paz.
El lunes Santo fue su incineración. Su entierro. No recuerdo haber llorado tanto nunca, al igual que no recuerdo haber visto a mi madre llorar tanto nunca.
ESTÁS LEYENDO
La chica de las poesías
RomanceCuando parecía que su vida monótona y anclada a pensamientos e historias pasadas no podía cambiar, un poema y unos ojos miel hacen nacer la esperanza en el corazón de Iris. Desde ese momento, nada ni nadie va a pararla. Arreglar su pasado, para salv...