Daniel abrió los ojos con lentitud, le dolía la cabeza. Y ese molesto pitido le estaba taladrando el cerebro; inspeccionó con detenimiento la habitación donde se encontraba, esa no era su casa. Se sentó sobre el colchón y una punzada en su muñeca izquierda lo hizo cerrar los ojos con fuerza y reprimir un grito. Una aguja delgada pinchaba su vena, y enviaba suero y medicina a su organismo.
Pronto escucho que algo se removió a su lado y vio a su padre ahí sentado sobre el pequeño sofá, aquel par de ojos claros lo miraron con preocupación y alegría al mismo tiempo. Daniel no lo podía negar, sentía miedo y un poco de culpa por hacerles pasar un susto así a sus padres.
—Daniel ¿Cómo te sientes hijo? ¿Te duele algo?—. Su padre hablo con rapidez y nerviosismo.
El pequeño solo negó con la cabeza y se volvió a acostar; respiro con tranquilidad y tragó saliva, sentía la boca pastosa y todo su cuerpo le dolía, tal parecía como si un tren le hubiese pasado encima.
La pequeña puerta hizo un chirrido, y se abrió con lentitud, dejando asomar el cuerpo de su madre, quien traía en sus manos dos cafés. Sus ojos se encontraron con los de Daniel y corrió hacia su hijo, temblando y con la respiración entrecortada envolvió a su pequeño en brazos, repartiendo besos por toda su cara. Sofía guardaba ese aroma tan familiar para Daniel, aquel aroma a Duraznos y Jazmines lo hacían sentir bien.
—Oh… Dan lo siento mucho amor—. Sofía lloriqueo. —Mamá está contigo, no tengas miedo—.
—La doctora Valeria dice que tuviste un ataque de pánico—. Esa vez interrumpió su padre, con voz neutral se posicionó al lado de Sofía y lo miro a los ojos. Daniel estaba asustado.
—Lo… siento—. Tartamudeo.—Las pesadillas volvieron.
La puerta de aquella habitación se abrió y dejó ver a Valeria, una mujer de treinta y dos años, y de estatura baja. Sus ojos enfocaron a Daniel y le regaló una sonrisa. Sentía pena por aquel pequeño, eran tan joven para experimentar ese infierno.
[…]
Tamara caminaba alegremente por el zócalo de un pueblo, que estaba a cuarenta minutos de su casa, el clima era agradable para ella, tal parecía que la lluvia aparecería en cualquier momento. Pasó frente a la iglesia y se detuvo a admirarla, estaba atenta estudiando cada detalle de aquella construcción que no fue consiente de que su cuerpo dio un paso atrás y chocó con alguien.
Abrió sus ojos de par en par y muy apenada se dio la vuelta.
—Oh. Lo siento, en verdad lo siento—. Ella sintió que su alma abandonaba su cuerpo. Cuando frente a ella estaba una anciana, el cabello estaba completamente blanco y su cara llena de arrugas, su cabeza y parte de su cuello y espalda encorvada estaban cubiertos por un rebozo negro.
Aquella pobre anciana soltó un quejido y alzó su cara hacia Tamara. Su rostro se vio reflejado de sorpresa y nostalgia, ver a esa joven de cabellos rebeldes frente a ella la hizo quedarse sin palabras.
—¡Oh Dios mío!—. Hablo. —¡Solo tú sabes porque haces las cosas!.
Tamara no entendía nada de lo he aquella anciana hacia, y menos aún cuando le tomo la mano izquierda y la examinó con cuidado.
—Eh… ¿Está bien?—. Le pregunto con duda.
—¿Cuántos años tienes cariño?—.
Esa pregunta le incómodo un poco, aquella anciana no le inspiraba ni una pizca de confianza, y se empezaba a sentir un poco mareada. Tamara quería irse de ese lugar, tenía que llegar con sus padres que la estaban esperando para almorzar.
—Dieciocho.
—¿Y tú cumpleaños?—.
—El once de enero.
La anciana soltó la mano de Tamara con rapidez y volvió a cubrir su rostro con el rebozo que llevaba, dio unos cuantos pasos hacia atrás y se agachó, para después hablar muy despacio.
—Es raro, es exactamente igual a ella, solo que no tiene la marca en el dedo—. Y camino despacio hacia la entrada de la iglesia, dejando atrás a Tamara, con la cabeza echa un lío, y un montón de preguntas.
El viento solo con fuerza e hizo volar su cabello, pegándose en su cara y evitando que mirara el rumbo que tomaba la extraña, y poco después sintió unas pequeñas gotas de agua helada caer sobre ella. Estaba lloviendo, y estaba haciendo un frío que pelaba. Se abrazó a sí misma y volvió con sus padres, no quería coger un resfriado.
Algo en su interior no estaba contento, algo la inquietaba, era como si tuviera un mal presentimiento. Como si algo malo fuese a pasarle a algo tan importante para ella.
—Tami, la tía Andrea ha dicho que por la tarde se reunirán todos—. María la interrumpió en su caminata y la alcanzó.
—Eso suena genial—. Ella se encogió de hombros y siguió derecho.
Por la tarde, toda la familia de Tamara estaba reunida en aquella pequeña casa de madera. La sala estaba llena de niños y adultos, y la cocina era ocupada por Andrea, Gabriela y María. Quienes eran hermanas, y muy unidas. Todos cogieron una silla y se sentaron alrededor de la pequeña mesa en la cocina. Habían preparado botanas y pollo frito. Tamara había cogido un plato redondo color blanco con una flor pintada en el centro; y puso una pierna y la baño con salsa. Se llevó la carne a la boca y se dejó llevar por su hambre.
—¿Por qué no contamos cosas terroríficas?—. Esa era la voz de América. Una de las primas de Tamara. América era una joven alegre y carismática, siempre llena de vida. Era la hija menor de Gabriela, y un año más grande que Tamara.
—Estoy comiendo tranquilo—. Interrumpió Javier el hijo de Andrea. — No quiero imaginar cosas feas.
—Lo que pasa es que eres una niña—. Lo reto América con voz burlona.
—Bueno…—. Esa era Tamara interrumpiendo aquella pelea.—Suena bien eso, cuéntenos anécdotas que le hayan pasado a usted tía—.
Tamara era miedosa, pero le llamaba la atención las historias que sus tías le contarían. Y tenía tiempo sin visitarlas, así que pensó “¿Por qué no intentarlo?”.
Se acomodó en su lugar y volvió a dar un mordisco a su comida centrando su atención en su tía Gabriela, quien secaba sus manos en su delantal blanco.
—Una vez mi abuela me contó sobre la historia de Camille y Joshua—. La tía Gabriela se sentó al lado de Tamara.
—Eso fue una mentira y lo sabes bien Gaby—. Interrumpió Andrea quien se puso de pie y empezó a caminar hacia la puerta. —Sera mejor que nos vallamos a casa. Javi ¿Nos vamos?.—
Todos en aquella habitación, se quedaron estupefactos al ver la reacción de Andrea. Estaba bastante claro que, aquel nombre había roto aquel momento familiar.
El resto de la tarde se pasó rápido, llena de risas y anécdotas contadas por todos en esa casa, pronto la noche había llegado, y Tamara y sus padres debían irse a casa, estaban exhaustos pues había sido un día cansado.
El padre de Tamara aparcó frente a esa pequeña casa, y encendió la calefacción, el pequeño pueblecillo se había cubierto de una fina capa de neblina, que había que la piel se erizará al entrar en contacto con ella. Se despidieron gustosos, y con cansancio se subieron al automóvil. El camino era tranquilo, y era hermoso contemplar la negrura de la noche, cubierta de neblina, e ir sobre la carretera poco transitada de aquel lugar. Tamara pego su rostro a la ventanilla y cerró los ojos, se sentía tan cansada que pronto el sueño la invadió y no supo más de su existencia.
Se encontraba lavando los trastes, era noche y sus padres habían salido a la casa de su hermana. Cogió con las manos llenas de jabón, un pequeño vaso de vidrio, y metió la esponja en el, ella metió la mano izquierda en el vaso y no se percató de que este, tenía una pequeña abolladura. Todo sucedió muy rápido, y lo siguiente que vio fue, que el vaso que tenía en las manos estaba roto, y sobre el fregadero había sangre. Mucha sangre.
Un pequeño ardor se hizo presente en su dedo índice de la mano izquierda, y sus ojos lo inspeccionaron, había un pequeño trozo de vidrio incrustado en su piel, donde estaba cubierto de aquel líquido escarlata.
Su cuerpo comenzó a temblar y lo único que hizo fue cerrar lo ojos.
—Tami… Tami…—. La voz de su madre la llamaba.
Tamara abrió lo ojos, y poco a poco se fue acostumbrando a la luz que se filtraba por la ventana. Estaba en su habitación, arropada con el edredón, ella no pudo evitar mirar sus dedos, esperando ver aquella marca que se había hecho mientras lavaba los trastes. Pero sus dedos estaban intactos, su dedo índice tenía su anillo que su madre le había regalado hace varios años atrás. Y sus uñas no estaban cubiertas de sangre como lo había visto, en su lugar estaba pintadas con barniz color dorado.
—¿Estás bien?—.
Asintió con la cabeza y se levantó, se fue al baño y se metió bajo el chorro de agua, con la cabeza hecha un lío, el día anterior había sido raro en su totalidad, desde la mañana cuando juraba haber puesto su sudadera sobre el sofá mientras subía a su habitación por su cargador, y cuando regresó su sudadera no estaba ahí, o cuando emprendieron su viaje y no había gasolina en ningún lugar. Y lo más extraño fue cuando llegaron al lugar y ella se topó con la anciana, que no paraba de actuar como una loca.
—Son estupideces Tamara—. Se dijo a sí misma, mientras se secaba el cabello frente al espejo del baño.
Cepillo su cabello una vez que esté estuvo seco y se quedó mirando su reflejo. Las ojeras púrpuras bajo los ojos eran marcadas, y sus labios estaban secos. Debía ir a la escuela y estaba atrasada por veinte minutos. Tenía que decirte a su padre que la pasará a dejar.
Con pesadez cogió su ropa y se vistió, cogió su cartera y su mochila para después ir con su padre, para hacer un trato.
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Daniel había llegado a su casa ese día por la tarde, la doctora le habia mandado unos antibióticos para el dolor de cabeza, y le había recomendado descansar toda la tarde y toda la noche. Su madre había decidido acomodar una cama en su habitación para estar más al pendiente de su hijo, eso la hacía sentir más tranquila.
—Mama—. Daniel susurró.—¿El lunes podemos ir a la plaza del centro?.
Sofia se extraño cuando su hijo le pregunto eso, pero no podía negarse, así que solo asintió con la cabeza y beso la frente de su hijo.
Daniel sintió un gran alivio cuando vio a su madre salir de su habitación, había dicho que iría a tomar una ducha y prepararía un poco de sopa, así que el se quedaría a descansar. Se sentó y cogió su cuaderno sobre sus piernas, abrió las páginas de aquel diario y busco lo último que había escrito.
Aún recordaba el rostro de aquella chica, y lo que más le había impresionado, era que la cara de aquella joven, era idéntica al de la muchacha que trabajaba en la pequeña plaza de ese pueblo. Desde el primer día que la miró, estar adormilada y con el cabello hecho un desastre se sintió en paz, como si todo ese tiempo la estuviese buscando a ella. Daniel sabia, y había llegado a la conclusión que, la chica de la plaza era un punto importante en su vida. Y para el era muy extraño, a su corta edad, y anhelaba poder poner sus labios sobre los de esa chica aunque sea una vez, llegaba a pensar que eso era necesario para el. Era un deseo prohibido para el. Más aún sabiendo que, el solo era un niño.
Un niño con pensamientos de un hombre.
Los días corrieron rápido, y Daniel cada vez mejoraba más, así fue como ese lunes se levantó con ánimo y fue al colegio, deseaba que la tarde llegará, para poder ir a esa plaza. Necesitaba mirar de cerca el rostro de aquella chica, porque estaba casi cien porciento seguro de que era la misma con la que el había soñado por años.
Y esa mañana estaba nervioso, había llegado temprano al colegio y había sacado la nota más alta en su examen de matemáticas. Había jugado al futbol con su grupo de amigos, y habia comprado un chupetín de cereza para regalar.
Sus nervios aumentaron cuando vio a su madre, parada frente al colegio, recargada sobre el auto de su padre. Corrió y se lanzó a su brazos, quien lo recibió gustosa y le dio un beso en la mejilla.
—¿Nos vamos?—.
Daniel asintió y se subió al carro. No se hizo esperar más, y con los nervios a flor de piel se colocó el cinturón de seguridad, y cruzó sus dedos. El tráfico era espantoso, y pronto el sol comenzó a ocultarse entre las altas construcciones y los frondosos árboles, la plaza estaba cerca, quizá a veinte minutos del colegio de Daniel. Era lunes uno de los días más calmados en ese lugar, casi no había gente; Sofía aparcó y soltó un largo suspiro, aún con las manos sobre el volante miró de reojo a su hijo, quien tenía la cara pegada al cristal.
—¿Quieres que vaya contigo?—.
Daniel negó con la cabeza y salió del auto. Su pequeño corazón latía desenfrenado y amenazaba con salirse del pecho, y aún así venció sus miedos y fue hacia ella.
El la vio, estaba justo frente al local de sus padres, tenía un delantal negro y las manos llenas de suciedad; su respiración se quedó atascada en cuanto ella le miró. Ese par de ojos color avellana enfocaron los suyos y esa fue toda la prueba que necesitaba para confirmar su teoría.
Esa chica era exactamente igual a “Camille”.
—¡Maldición! ¡Carlos esto está mal!—. Grito ella. Tenía el ceño fruncido y su cabello recogido en una cola. De las bolsas de su delantal saco un cuaderno y un bolígrafo, y comenzó a contar las cajas que estaban frente a ella. Se veía tan concentrada en lo que estaba haciendo, y su rostro gritaba que estaba enojada, pero no dejo de contar y anotar en su cuaderno.
—Tami ¿Tienes el pedido?—. Esa era una señora que a ciencia cierta sabía que era su madre, eran parecidas solo en el color de cabello y en la forma de hablar.
—Espera un minuto ya casi esta—.
Daniel se acercó más a ella y dio dos toques con sus dedos en su brazo para llamar su atención, y eso tuvo efecto pues la chica dejó de hacer lo que estaba haciendo y soltó un brinco cuando lo vio.
Ella se puso en cuclillas para esta a su altura y lo miro directamente a los ojos, ambos estaban frente a frente, y por alguna extraña razón ambos se sentían extremadamente agradecidos con la vida por eso. Daniel le dio aquel chupetín que traía en el bolsillo de su pantalón.
—Oh, gracias—. Tamara le sonrió y cogió el caramelo.
Aquel niño sonrió satisfecho y se fue del lugar corriendo. Y una vez dentro del auto se armó de valor frente a la mujer que lo trajo al mundo y le dijo:
—Mamá la encontré, tal y como le prometí—.
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Amor Ilegal.
Teen Fiction"Siempre te buscaré; en cada una de nuestras vidas, siempre te encontraré"