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GENEVIEVE
Con el paso de los años el canto de los pajaritos se ha vuelto mi alarma menos preferida, porque, en cuanto escucho a sus trinos, los restos de mi bella fantasía se desvanecen frente a mí y yo me veo obligada a permanecer en la realidad; acurrucada frente a la chimenea, con mis ropas y piel cubiertas de ceniza fría.
Sé que mi cama sería un lugar más cómodo para despertar, sin embargo, el frío que hace durante las noches me cala hasta los huesos e impide que yo logre pegar el ojo; la última vez que dormí allá arriba tuve un resfriado que no desapareció hasta después de dos semanas.
Me incorporo del montón de trapos, a los que he moldeado como mi almohada, y, a través de una de las ventanas de la cocina, veo al frío azul celeste que rodea al cielo el día de hoy. Es temprano, el alba apenas comienza y lo sé porque los rayos del sol todavía no se reflejan sobre los sartenes de cobre que permanecen colgados.
Estoy justo a tiempo para preparar el desayuno por lo que, tras estirar a mis extremidades, me levanto rumbo al fregadero de madera para limpiarme las manos y lavarme el rostro. Una vez que logro ver a mi rostro limpio, sobre la superficie de una cuchara de metal, me apresuro para calentar a la tetera y busco, en la enorme despensa, a las bolsas de té que prepararé.
En una de las ollas recién lavadas coloco a varios huevos y los hiervo en una flama baja, siendo cuidadosa con el tiempo en que estarán dentro del agua. Luego me apresuro a encender el pequeño horno y coloco a una de las hogazas de pan, que también preparé, para que comience a calentarse.
Reúno miel, azúcar y a la vajilla de porcelana en una bandeja grande que tomo con las dos manos al momento de dirigirme escaleras arriba. En el comedor todo se encuentra absolutamente limpio, por lo que acomodar a la mesa no resulta tarea difícil. Cuento los minutos dentro de mi mente y acomodo los tres platos en perfecta sincronía tras alisar a los manteles que planché la noche anterior.
Suelo irme agotada a la cama y despierto fatigada, como si ninguna de esas horas de sueños sirviera más que para agrandar a mi cansancio, pero nadie en esta casa debe de escuchar a mis quejas.
Vuelvo a bajar a la cocina y, cuando saco al pan del horno, escuchó cómo las campanillas de servicio suenan indicando la presencia de la familia para la cual trabajo.
—¡Genevieve! —llama una chillona voz que pretende ser melodiosa—. ¿Dónde está mi té, niña? ¡Ya es hora del desayuno!
—¡Ya voy, madame! —respondo, ajetreada por todo lo que aún necesita ser preparado.
—¡Trae mermelada! —dice una segunda voz, más joven que la primera.
—¡Y que sea de zarzamora! —exige un tercer chillido femenino.
En la misma bandeja de antes acomodo a la gran hogaza de pan, al tarro de mermelada, a la tetera caliente y aprovecho a apagar a los huevos hervidos antes de volver a subir. En cuanto me hallo de nuevo en el comedor, veo a tres figuras femeninas quienes sí tienen derecho a usar un suave camisón de algodón y un ligero abrigo que las protege del frío mañanero.