Capítulo 3

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Vivien tipeaba de manera torpe. Nunca se había percatado de lo difícil que era hacerlo con solo cinco dedos, parecía que cada mano conocía una parte del teclado y era ajena al resto.

Hacía unos años había conseguido una beca en el Instituto tecnológico de Nueva York gracias a la Fundación Stonewall, por lo que debía mantener el promedio de sus calificaciones.

—¡Maldición! —exclamó cuando tuvo que presionar la tecla de borrar de nuevo.

Unos golpes en la puerta hicieron que despegara los ojos de la pantalla y se elevara, con lentitud y ahogando un gruñido de dolor, de la silla giratoria que había encontrado abandonada en la esquina de la Treinta y cuatro y la Segunda Avenida después de una noche de trabajo. Tenía el tapizado desgarrado y las ruedas tiesas, pero cuando no se poseía nada, hasta lo descartado por unos se convertía en el tesoro de otros.

Caminó hacia la entrada apenas elevando el pie vendado del suelo. En cuanto abrió, tardó en discernir quién era el hombre que estaba allí con una bolsa plástica blanca elevada a la altura del rostro de Vivien.

Los aromas a queso fundido, ajo y salvia le dieron un golpe directo a la boca del estómago y ganaron la ronda por knock out. Acentuó tanto el agarre al marco de la puerta que los dedos se le quedaron tiesos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con la mayor indiferencia que pudo.

La sonrisa ladeada no fue bienvenida. Odiaba esa expresión de millón de dólares, la que se conseguía al tener la vida solucionada y un plato de comida dos veces al día.

—Avisé que vendría. Traje el almuerzo. —Alzó un poco más la bolsa blanca—. Me topé con tu Mamma Joe en el vestíbulo y a duras penas me permitió subir las escaleras. Parece que una de las reglas es nada de clientes ni novios en las habitaciones, porque, uno u otro, traen problemas.

—No eres ninguno —escupió sin apartarse de la entrada.

—Eso expliqué y aquí estoy. ¿Comemos?

—¿Por qué?

La desconfianza se vertía por su voz como era habitual. Cualquier gesto siempre había venido aparejado con algo a cambio, era a lo que estaba acostumbrada. Nada era gratis en su mundo.

—Porque tengo hambre y supongo que tú también.

Él avanzó hacia adelante hasta quedar casi pegado a su pecho, por lo que Vivien se hizo a un lado. El hombre pasó junto a ella como si estuviera en su propio apartamento. Se acercó al escritorio, corrió los libros y apoyó la carga al costado de la computadora. Vivien no llegó a tiempo a apagar la pantalla, por lo que él leyó algunas líneas de lo que ella escribía.

—¿Qué es esto?

—Un proyecto.

Ella percibió que el ambiente se aligeraba y ventilaba, como si hubiera entrado una bocanada de aire fresco. Nino era como un aerosol de esos que eliminan el noventa y nueve por ciento de las bacterias y gérmenes y desinfecta la suciedad que hubiera en las superficies. Si se refregara contra él, ¿se limpiaría la porquería que llevaba sobre la piel? Aunque más le preocupaba la que le oscurecía el alma.

—Eso veo. ¿Estudias en la NYIT? —preguntó al tomar el ratón y pasar por las páginas hacia arriba y abajo sin ningún reparo.

Las siglas del Instituto de tecnología de Nueva York aparecían al inicio del documento.

—¿Acaso alguien como yo no puede? —escupió a la defensiva.

Ya le era muy difícil poder costearse libros y capacitaciones extras, y ni hablar de la tecnología que necesitaba y no poseía, para que un cisgénero fuera a criticarla. Además, para eso tenía las miradas airadas de sus compañeros de clase.

Una mujer llamada VivienDonde viven las historias. Descúbrelo ahora