Capítulo 7

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Subieron las escaleras al apartamento en silencio. Ella abrió la puerta con él a su espalda. El calor que emanaba de Nino la quemaba, el aliento en el cuello le erizaba la piel. Lo deseaba como nunca había deseado a nadie. Pero había mundos que no debían ser mezclados.

Apenas dieron unos pasos dentro, él le deslizó un dedo por el brazo y Vivien pegó un respingo.

—Estás muy tensa. —Suspiró y se arrojó sobre la cama como si fuera suya y le correspondiera tal confianza. Cruzó los brazos tras la cabeza sin perderla de vista. La calma que lo rodeaba contrastaba con su incertidumbre—. Dime lo que quieres, soy malo adivinando. Nunca he podido participar en esos juegos de hacer mímica y demás.

Ella caminó hasta el costado del lecho y mantuvo los ojos fijos en ese suelo que tanto precisaba un pulido y un lustre. Tomó asiento con la cadera pegada a la masculina. Se aferró el muslo con la mano libre para reprimir el impulso de acariciarle el rostro que se percibía rasposo debido a la barba incipiente a esa altura del día.

—Es difícil para mí concentrarme en lo que quiero. Temo descubrirlo o desenterrarlo para que se me desvanezca entre los dedos como volutas de polvo en el aire.

—Soy de carne y hueso, no de humo, no me desintegraré por que me toques. —Le agarró la mano y se la volteó, le pasó los dedos por la palma, y el cuerpo entero de Vivien comenzó a hormiguearle—. ¿Ves? Está limpia, no tienes suciedad que pueda mancharme. No le temo a la oscuridad, siempre habrá un velador, una linterna o una vela que podamos encender juntos.

El aire se le atascó en la garganta y, antes de que pudiera razonar y detenerse, se propulsó contra él. Nino la atrapó en el acto como una red de contención en un salto al vacío. Los labios de él la recibieron con ansias, como un regalo por tanto tiempo esperado.

Se sentó a horcajadas sobre las caderas del hombre. El cabestrillo en medio le impedía la exploración que tanto ansiaba, no obstante, la mano libre, ansiosa por adentrarse en lo desconocido, tiró de la camisa hasta que varios botones se desprendieron. No tenía tiempo para sutilezas, nada de desbotonar con lentitud y sensualidad, la razón podía intervenir en cualquier momento y Vivien, perder su ímpetu.

Cuando el torso quedó al descubierto, deslizó la palma y el siseo que escuchó le hizo esbozar una sonrisa. Descendió sobre él y recorrió un camino con la lengua.

—¿Te gusta?

—No sabes cuánto. —Se incorporó y se desprendió el cabestrillo—. Hey, ¿qué haces? —preguntó Nino al elevarse sobre los codos.

—Lo quito de en medio.

—Espera.

Nino se levantó hasta sentarse y la ayudó a deshacerse del inconveniente, y, mirándola a los ojos, le alzó la camiseta hasta sacársela por la cabeza.

Por unos segundos permanecieron prendidos uno de la vista del otro, sin pronunciar palabra, con las respiraciones agitadas y la excitación en erupción como un volcán que tiempo llevaba dormido. Él le sonrió, y para ella fue como si viera un prado en primavera con flores por doquier y pájaros y mariposas revoloteando. Se había adentrado en una película de Disney y no se había percatado.

Nino le acunó el rostro con una ternura que la convirtió en un tiramisú que había perdido la cadena de frío.

Sei un sanguinaccio dolce.

—¿Qué significa? —murmuró seducida por la cadencia de las palabras pronunciadas en un idioma extranjero.

Cayó en una especie de duermevela erótica, todo él era como una droga que la envolvía en una excitación indecible, como un afrodisíaco caminante. Salvo que no solo era un poder sexual lo que ejercía sobre ella, y eso era lo más arriesgado para su corazón.

—Eres una crema realizada con el mejor chocolate amargo, pero tan dulce que se derrite en mis manos.

La definición junto con el aroma a Italia que la invadía y el deseo que le recorría cada fibra del cuerpo la propulsaron a una dimensión que le era desconocida. El miedo quiso tocar a la puerta, pero Vivien le negó la entrada. Disfrutaría de ese hombre, aunque más no fuera una vez.

Ya con el brazo libre de la sujeción, aunque con el yeso que le pesaba, descendió sobre él. Le buscó los labios y se zambulló en aquella dulzura especiada, recorrió cada recoveco interior y se deleitó con cómo sus gemidos eran aspirados.

Él la alzó un tanto, lo suficiente para succionar cada uno de sus pezones, jugueteó con ellos con la lengua y dientes en una tortura del más crudo placer. Ella lo apresó por el cabello y tiró para despegarlo de los senos, le mordisqueó los labios antes de comérselos como una glotona en un parque de golosinas.

Los dedos de él se presionaban contra la piel, parecían querer marcarla a fuego, dejarles su firma allí donde se posaran.

Bajó por él sin dejar de lamerlo hasta que arribó al límite de la cintura del pantalón, desprendió el botón y abrió el cierre. Con un dedo exploró dentro del calzoncillo, no tuvo que introducirse demasiado para encontrar la erección, palpitante y ansiosa por atención. La envolvió en la palma, uno, dos y tres caricias hasta que se decidió que anhelaba acogerlo en la sedosidad húmeda del interior de su boca. Lo saboreó con lentitud, sin premuras, disfrutando cada recorrido, cada jadeo y gemido que le indicaban que no era la única en esa cama. Unos dedos se le clavaron en el cuero cabelludo, no presionaban, acompañaban el movimiento, arriba y abajo, como dos enamorados con los brazos enlazados.

Un gruñido, yemas que se hundían aun más, un pubis que se curvó hacia arriba y el éxtasis explotó en él. Ella bebió sin dejar una gota que pudiera salírsele por los labios. Se incorporó y se deleitó con la imagen que halló. Nino tenía los parpados cerrados a media asta; los labios, apenas apartados; el pecho, agitado por la respiración entrecortada y la piel, teñida de rosado.

Él se sentó, la abrazó y le conquistó la boca como un pirata al abordar a una embarcación vecina. Ella gimió dentro de él y ansió ir por más, pero el manto de fantasía se desprendió y la realidad la golpeó tan fuerte que casi la dejó sin aire.

Esa misma tarde se cuestionaba si invitar a una de sus compañeras de estudios al apartamento y, en ese momento, tenía sobre el colchón a un hombre que habitaba otro mundo, donde todo era posible y que resplandecía tanto como él. Se horrorizó porque lo traía a un sitio donde ni el jabón ni el desinfectante eran eficaces.

—Hey... —Él la tomó de los brazos cuando sintió que se alejaba—. ¿Qué ocurre?

—Tienes que irte.

—¿Qué? Pero acabamos... Creí que recién comenzábamos, que... Está bien si no estás lista...

—Ya te descargaste, es suficiente.

Lo sintió. La frialdad envolvió la habitación. Nino se convirtió en un Yeti en medio segundo. No, no en el abominable hombre de las nieves, sino en el mismo y gélido Himalaya, la cordillera en el que este vivía.

—Dime que no escuché lo que creo. ¡Dime que no me acabas de tratar como a uno de tus clientes! ¿Esperas que te deje el dinero en la mesa de noche? ¿Cuánto?

—Nino... —Le dolió la herida que le causaba, como si le hubiera clavado un cuchillo en medio del pecho, y él no lo merecía, pero, asimismo, sentía que era por él que lo apuñalaba.

—¿Cuánto por lo que acabas de hacer? —Él se deslizó de debajo de ella, haciendo que se volcara hacia un costado en el colchón. Se abotonó la camisa y el pantalón.

—Es que no comp...

—¿Que no comprendo? —exclamó—. ¡Y una mierda! Me marcho, tengo que calmar la furia que siento, Vivien. Furia, dolor..., tantas emociones desagradables juntas que ni siquiera puedo precisar cuál me domina.

La contempló con aquellos ojos pardos que transmitían tanto y escuchó un crujido y otro al rompérsele el corazón, el de ella, porque Vivien se había hecho eso a sí misma.

Nino sacudió la cabeza, se volteó y salió del apartamento. Sin un portazo, sin lanzar golpes o gritos, a paso calmado y con la cabeza gacha. Un hombre que era diferente, que no la atacaba ni le demandaba nada, que trataba de gobernar su interior antes de enfrentarla.

Era mejor así, lo que no comenzaba no debía doler, ¿cierto? Pero ¿y si ya era tarde? ¿Y si su corazón ya había comenzado a vivir cuando él le había tendido la palma aquella noche?

Una mujer llamada VivienDonde viven las historias. Descúbrelo ahora