PRÓLOGO

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BRUNO

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BRUNO

Marzo, dos meses después.

La primera vez que vi a Abril en la cafetería de mi madre, supe que nada volvería a ser igual. Y ese es un pensamiento que me ha acompañado desde ese instante, cada día de mi vida. Un bucle lleno de realidad, aunque yo todavía no tuviese ni la más remota idea.

Apoyado sobre la cristalera de la marquesina del autobús, inspiro con fuerza la última calada de mi cigarrillo, dejando que el humo denso penetre con velocidad en mis pulmones. Visualizo como desciende y, después, cierro los ojos, envidiando la capacidad que la fina niebla blanquecina tiene de volatilizarse hasta esconderse por completo bajo el manto de nubes grises que cubren la ciudad. Tengo las manos frías y aún puedo sentir los estridentes zumbidos de la música a todo volumen dentro de mis oídos, junto al sabor amargo del alcohol abrasando todavía mi garganta. La efervescencia de una noche sin rumbo, el morbo de dejarse llevar sin ninguna clase de plan fijado de antemano, cometer la mayor metedura de pata desde que tengo razón de ser. Alguien dijo una vez que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Qué irónico y qué razón tenía, fuera quien fuese. Siempre he pensado que solo un idiota podría perder aquello que más desea. Bueno, pues me ofrezco ser el presidente del mayor club de idiotas de la historia.

⎯Ella es de esas chicas que forman huracanes, Bruno ⎯recuerdo las palabras de Oliver junto a mí, apoyados en aquella barra de bar⎯. De esas que solo aparecen una vez en la vida, pero ponen tu mundo patas arriba con un solo parpadeo.

Aún puedo percibir su aroma si cierro los ojos, entremezclado con el olor del tabaco que, lentamente, dejo en libertad entreabriendo los labios. Sin apenas esfuerzo, todavía puedo sentir el tacto de su tersa y delicada piel bajo mis manos, las cosquillas que me producía su dedo índice mientras perfilaba la silueta de los grabados en tinta que residen en mi cuerpo. La forma que adquirían sus labios al sonreír, el sonido de su risa. Ese maldito sonido me persigue allá donde vaya.

Ya hace más de tres meses de aquello. Hace más de tres meses que soñaba con ella cada estúpido segundo. Hace meses que encontré mi lugar, mi hogar. Hace más de tres meses que nos sentimos imparables, infinitos al mismo tiempo que efímeros. Eternamente fugaces. Jodidamente vivos.

Y, como no podía ser de otra forma, cuando dos almas anhelantes de vida se unen, su destino es arder entre las llamas del mayor deseo que existe. Y nosotros caímos de bruces contra el fuego. Sin mirar hacia atrás.

No lo planeé, en el fondo, supongo nadie puede hacerlo. Simplemente aparece, conectáis, os tocáis o no, puede que solo os miréis, pero algo estalla. Algo estalla haciendo volar hasta al mismísimo dios del tiempo en mil pedazos. El auténtico estallido del big-bang en el centro de tu pecho. Pasas del todo a la nada en cuestión de segundos. Empieza a ser es ella quien acapara cada pensamiento hasta ocupar tu mente por completo, arrasando todo a su paso con una fiereza tan sutil como devastadora. Y a ti no te importa, hace tiempo que dejó de hacerlo. El hecho de saber que ella es quien te sostiene te da la paz que necesitas.

No obstante, tal vez ni siquiera te percates de ello hasta que sea demasiado tarde. Porque, créeme, lo será. Tocas fondo y ya no hay marcha atrás. Caes adicto al vértigo que provoca el sonido de su risa contagiosa. Joder, esa maldita sonrisa otra vez. Ese olor. Esa forma de verte, de escucharte, de entenderte como nunca nadie antes lo había hecho. Te comprende y te abres a ella en cuerpo y alma. Porque, de repente, no entiendes otra manera de ver la vida. Ni de vivirla.

Te sientes extraño. Extrañamente libre. Tienes todos tus esquemas hechos trizas pero jamás habías visto nada con tanta claridad. Eres tú mismo, especialmente cuando su mano roza la tuya con esa timidez que, para qué engañarnos, te vuelve loco. Loco de remate. Hasta llegar a un punto donde, tu máximo deseo, es que siempre os quede una mera caricia que pueda mejorar el peor día de tu vida.

Arrojo el cigarrillo ya consumido al suelo y, tras aplastarlo con la suela de mi zapatilla, lo lanzo con el pie hasta perderlo de vista. Dejo caer la cabeza hacia atrás, impactando contra el frío cristal de la marquesina de autobuses.

Ella estaba perdida. Vagabundeaba por los atisbos del tiempo sin permitirse enfocar su vida en un único sentido. No tenía un rumbo, al menos uno que ella hubiese elegido de antemano, ni tampoco las herramientas que le daban la posibilidad de elegir. De elegirse a ella misma. Abril vivía atrapada dentro de una realidad diseñada a medida para ella, tan perfecta como errónea. Tan irreal de escuchar que se convirtió en la mejor mentira jamás contada. Una mentira de la que, ni siquiera Abril, sabía que formaba parte. Todo su alrededor, todo lo que ella conocía, su futuro construido ladrillo a ladrillo por quienes presumían y fantaseaban con conocerla bien. Ella vivía sus días sin tener el poder de elegir cómo hacerlo.

Ella desconocía por completo lo que la vida puede ofrecerte si le aceptas un primer baile.

Y, en ese momento, cuando le observas sola esperando a que alguien le enseñe esos primeros pasos, entiendes cuál es tu papel. Pasan los días y surge, sin esperarlo, porque con ella todo es así, nada se planea. Te conviertes en su principal vía de escape, en su mano amiga, su apoyo firme, su ancla. Ella ve en ti una clase de maestro de vida, una bocanada de aire fresco y un instructor cuyo lema siempre ha sido dejarse guiar por los impulsos.

Como ya te he dicho, arder era inevitable. Estábamos abocados a terminar en el fuego. Yo, un adicto a la adrenalina, y ella, quien se acabaría convirtiendo en mi mayor perdición. Sin remedio, sin previo aviso. Como un huracán.

Sin embargo, lo que nadie nos enseña es que toda historia guarda sus secretos y, tras ellos, viven refugiados los miedos e inseguridades. Y la historia de Abril, nuestra historia, no iba a ser una excepción. 


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