CAPÍTULO: 4

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ABRIL

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ABRIL

Si hablamos de las virtudes de Fabián, a pesar de tener muchísimas, podría decirse que la paciencia no entra en la lista. No entra de ninguna manera. Por no hablar de lo que detesta la impuntualidad. El motivo que justifique un retraso tiene que tener la suficiente envergadura como para compararse con un incendio que arrase media ciudad. Eso como poco. Así que no, yo no tengo excusa más que estaba disfrutando de una mañana con mis amigos. Pero eso no le sirve. Lo sé porque, al llegar a la puerta del restaurante, le veo y su rostro no es de comprensión. Fabián se mantiene sentado en una de las mesas para dos que hay en el centro del restaurante. Viste con un elegante traje azul marino con una camisa blanca y gemelos dorados en los puños de la chaqueta. Con su mano derecha, tamborilea con los dedos sobre el mantel, manteniendo su mirada fija en las copas de cristal vacías. Ni siquiera levanta la cabeza para ver que soy yo quien acaba de entrar en el establecimiento. Esto promete.

—Sé que llego tarde, lo siento mucho.

Me aproximo hasta su rostro con la intención de saludarle con un pequeño beso en los labios. Sin embargo, Fabián retira mi mano de su rostro y me mira por primera vez. Está claramente enfadado. Sus cejas gruesas se alinean dando cobijo a su mirada castaña, ahora mucho más oscura de la habitual.

—Sabes que odio la impuntualidad, Abril —con una mano retira un mechón rizado de su frente y vuelve a centrar su atención a las copas de cristal.

—Lo sé, lo sé y lo siento mucho. Estaba con mis amigos y...

—Ya te he oído. ¿Y tú a mí?

Quiero a Fabián, de verdad que lo hago. Le quiero desde el primer día que le vi entrar en las bodegas de mi padre. Pero se vuelve una persona incorregible cuando hay algo que no le gusta. Por insignificante que sea el detalle.

—Voy un momento al baño —le anuncio.

—Claro —responde con sarcasmo—. Has llegado ya más de diez minutos tarde, qué importa que sean diez más.

Resoplo, cansada, mientras dejo el abrigo sobe el respaldo de mi silla. Saludo con una sonrisa amable a un par de camareros que me dan la bienvenida de camino a los lavabos y, una vez allí, contemplo mi imagen en el espejo ovalado del baño. Inspiro y suelto el aire lentamente varias veces seguidas. Con rapidez, abro la cremallera de mi bolsa y busco en su interior mi estuche de colorete rosado y brochas y mi pintalabios en tonos nude. Me retoco de forma sutil el maquillaje y, con un poco de agua, me refresco la nuca cogiendo una bocanada de aire por última vez. Antes de salir, compruebo el estado de mi blusa y ajusto un poco más el cinturón de mi pantalón ancho. Fabián siempre me dice lo mucho que le gusta verme con el pelo recogido, así que me empeño en sujetar todo mi cabello en una coleta lo más tirante posible. Un último vistazo al conjunto y salgo de los lavabos con el bolso en mi mano izquierda.

—Abril —me llama justo antes de que yo pueda tomar asiento—, nunca he querido ser duro contigo. Pero sabes mejor que nadie lo mucho que odio...

—La impuntualidad.

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