La adrenalina es la hormona que el ser humano produce en situaciones de peligro, alerta o excitación. Es la hormona que nos vuelve adictos, que nos hace querer más y lanzarnos al vacío sin miedo a estrellarnos. La adrenalina es la sustancia que nos...
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ABRIL
Mientras somos tan solo unos niños nos llenan la cabeza de que no tenemos ningún otro tipo de obligación, salvo estudiar. Estudiar mucho. Porque claro, en esta vida, todos tenemos que ser alguien y nos lo dejan bien claro desde que aprendemos las tablas de multiplicar. Dejar huella, como si todos fuésemos astronautas cuya misión es viajar a la luna y dejar la marca de nuestros pies cada fin de curso.
Después, cumples los años suficientes como para matricularte en el instituto y, con las hormonas a más de cien por hora, te piden que empieces a saber cuál es el camino que quieres tomar en un futuro. Ciencias o letras, artes o deportes, universidad o un grado medio... Y es que, está más que claro, que un chico o una chica de quince o dieciséis años sabe con total seguridad a lo que va a dedicarse el resto de su vida. No tiene muy clara ni su propia identidad pero, su futuro, eso sí. Todo por medio de una serie de exámenes donde, como tengas un mal día, hechas a perder la nota que te abre las puertas a tu futura profesión. O no. El asunto es que no dejas de ser un número elijas lo que elijas. Mira, menudo agobio. Cuando eres adolescente suficiente tienes con entenderte cuando ni tú mismo te aguantas. Y. cuando crees que has tomada todas las decisiones que te han traído de cabeza todos estos años, llega el primer día de Universidad y, hablo ya desde mi experiencia personal, es el día donde más perdida me he sentido. Todavía recuerdo lo pequeñita que me hizo parecer ese aula tan inmensa, de escaleras empinadas y estradas de madera a ambos lados, donde un profesor de complexión baja y robusta nos empezó a explicar la exigencia, constancia y dedicación que debíamos dedicarle a una carrera como Derecho. Una carrera que, por cierto, no me gusta ni lo más mínimo.
De ese primer día ya han pasado casi dos años. Hoy, llevo más de tres horas estudiando, si es que se le puede llamar estudiar a estar atrapada entre las cuatro paredes que forman mi cuarto y no haber conseguido memorizar ni un solo párrafo completo. Los colores de los adhesivos y anotaciones que resultan sobre los densos apuntes de Derecho Civil empiezan a aturdirme. Ni siquiera me he levantado de la silla de mi escritorio más que un par de veces a beber agua y, en el tiempo que dura el trayecto de mi habitación a la cocina del piso de abajo, toda información que podría retener en mi cabeza se ha esfumado. Terminaré almacenando los conceptos a presión en mi memoria, como si de un cajón desastre se tratara y, a la hora del examen, mi cabeza vomitará en dos horas lo que a mí me supuso semanas enteras memorizar. Minutos después, saldré del aula y no recordaré ni una sola palabra de lo que haya escrito en el examen. Un ciclo vicioso. La educación disfrazada de su propia antítesis.
Este es mi segundo año en la carrera y, a pesar de lo que me prometí esforzarme por ver el lado positivo, la mayor parte de las asignaturas se me están haciendo cuesta arriba. Me dije a mi misma que me esforzaría, ya no solo por mantenerme en los puestos de las mejores notas de la clase, si no en que los estudios me gustaran, me llenasen o encontrase mi vocación entre las pilas infinitas de apuntes. A día de hoy, ni siquiera sé si esa promesa me la hice a mí misma o a mis padres.