CAPÍTULO: 12

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ABRIL

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ABRIL

Mi abuela era la persona más buena y bondadosa del mundo. Catalina dice que, si yo me parezco a alguien en mi familia, es a ella. Y para mí ese es un alago precioso. La abuela Érica fue una mujer adelantada a su tiempo. Una mujer fuerte, valiente, decidida, sensata, fugaz. Demasiado fugaz. Tras el fallecimiento de mi abuela, ella se vino a vivir a nuestra casa. Cada día, desde que puedo recordarlo, ella venía a buscarme a la salida del colegio, comíamos juntas viendo cualquier concurso en la televisión y, después, invitaba a Catalina a sentarse con nosotras mientras nos leía una novela de las hermanas Brontë o Doris Lessing. Mi madre me reprochaba que, con esas historias, mi abuela solo me metiera pájaros en la cabeza y me distanciara de lo realmente importante para esta familia. Pero, para mí, el momento favorito del día era cuando Érica tomaba entra sus manos una novela, preparaba y calentaba té para todo el servicio y yo me sentaba sobre el regazo de Catalina a escuchar. Un día, al volver de clase, nos sentamos a comer juntas como siempre, pero algo había cambiado en la mirada de mi abuela. Sus ojos tan azules como casi grises estaban tristes, como el mar en un día de niebla.

—He estado con tu abuelo y me necesita.

Unas semanas después de aquello, los médicos vieron una mancha a nivel del cerebro que sentenció el final de mi abuela. Su vida pasó a tener fecha de caducidad, como la de todos los seres humanos en realidad. Pero algo en mi interior me hacía querer creer que mi abuela se quedaría siempre conmigo y con sus historias. El tumor creció demasiado rápido hasta provocarle pérdidas de memoria y delirios. La última semana de verano, antes de empezar el que sería mi último curso antes de empezar la universidad, Érica no se despertó. Fue un jueves, lo recuerdo como si fuese ayer. Mi abuela había estado toda la semana hablándome del amor que mi abuelo y ella se tenían, como se escapaba de la casa de sus padres a escondidas para encontrarse con él a las afueras del pueblo donde vivía, como mi abuelo se recorría kilómetros y kilómetros en bicicleta tan solo para estar diez o quince minutos con ella, como apostaron todo por el sueño de mi abuelo: construir su primera bodega, la primera de imperio que sobrevino años después. Recuerdo como mi abuela, con ojos vidriosos, me contaba que nadie le había mirado con la misma dulzura y devoción que su querido Manuel. Érica y Manuel, por siempre y para siempre. Tanto fue así que, la noche en la que ella dejó un mundo mucho más triste, bajo su almohada había una fotografía de mi abuelo y parecía que sonreía por poder tenerla de nuevo a su lado. Ahora, sea donde sea que estén, estoy segura de que están bailando una canción de Machín o mi abuela está atusándole el pelo mientras él se queda dormido sobre sus rodillas. Recuerdo el último año en el instituto como un vacío en el pecho. Me costó mucho volver cada día a casa y no encontrarme con ella. Catalina y yo mantenemos la tradición de leer un trocito de sus novelas preferidas después de comer, es una forma que mantenemos para tenerla presente cada día. De vez en cuando, me hago con uno de los álbumes de fotografías de mis abuelos y me siento tremendamente afortunada de haber podido ser una fiel espectadora de ese amor que se tenía el uno por el otro. Un amor tan fuerte como sano, un amor de final de película. Un amor que nunca he visto en nadie más, ni siquiera en mis padres. Un amor donde nunca hubo mentiras ni secretos, jamás se ocultaron nada. Porque así debería ser siempre, ¿no? Dos personas dispuestas a hacer frente a las barreras que se interpongan en su camino, juntas, unidas. ¿Por qué yo ya no me siento así? ¿Por qué Fabián ha tenido que ocultarme su viaje de negocios? ¿No confía en mí? ¿Qué he hecho mal para que no confíe en mí?

ADRENALINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora