VIII. L'ancien

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Con la luz de la mañana, contempló la carne expuesta al rojo vivo en su pecho y hombros, las falanges huesudas y los ligamentos rotos.

Edmundo le había fascinado desde la primera vez que lo vio, alto y apuesto, naturalmente encantador y magnífico actor. Como Macbeth, lo había maravillado, tan familiar le resultó la tragedia que se acercó al teatro, primero como tramoyista, luego como músico y ahora...

Ahora ya no era nada más que un montón de carne muerta, moviéndose contra su voluntad y naturaleza. Siempre era así, por mucho que se esforzara el declive de los cuerpos y su muerte eran inevitables.

Miró por la ventana y aspiró profundo el tenue aroma a lavanda impregnado aún en la habitación.

―Qué forma tan extraña tienes de amar Sylvain, mon amour. Dices que me amas y te vas; pones por delante a miserables desconocidos y me haces a un lado a mí, ¡a mí! ―salió la voz del hueco de su garganta hablando a la nada.

―Que cruel, está vez te fuiste sin decir adiós. Si esa es tu decisión que así sea.

Dyo se puso de pie, forzando al cuerpo al límite y rio en un estruendo diabólico. Extendió los brazos; fluidos marrones y pedazos de carne se estamparon contra las paredes a su alrededor.

―Qué más da, si quiero puedo conquistar al mundo, derrocar reyes, destruir pueblos enteros ―exclamó al viento, como si estuviera actuando frente a un público.

"Pero no puedo tenerte".

Los brazos cayeron con lentitud a sus costados y su orgullosa postura languideció ante el pensamiento. Antes de dominar el mundo, antes de dar rienda suelta a sus delirios megalómanos, tenía que hacer solo una cosa.

Olvidar a Sylvain.

††††

Es 1741 y Europa está en guerra.

"Si tan solo hubiesen dejado a la mujer gobernar un imperio".

Si Dyo tuviera un cuerpo habría resoplado.

"Pero no, el hombre tenía que subyugar a la mujer, aun en contra del deseo del viejo rey".

Se lamentó en medio de la hierba que crecía por dentro de la cuenca de su ojo, mientras un charco de líquido oscuro que se acumulaba a su alrededor, era absorbido por la tierra seca.

Fue reclutado en una taberna en la que pasaba el tiempo mientras los teatros y los bailes se reanudaban. No tenía nada que perder, era inmortal y sería divertido ¿No? El ejército prusiano estaba bien armado y en cuanto tuvo oportunidad tomó por anfitrión a un soldado, alto, de cabello claro y ojos azules, tenía un cuerpo bien entrenado y aprovecharía la memoria muscular del joven para destacar en batalla.

Y así lo hizo, le dio a un rival justo en medio de los ojos con su mosquete y le saco las tripas a otros tantos con la ballesta, reía como un maníaco mientras un grupo de soldados atrincherados en el bando enemigo comenzó una revuelta por su causa. Fue divertido hasta que por un cañonazo perdió ambas piernas. Entre la escaramuza nadie se mostró susceptible a sus encantos y fue dejado por muerto cuando ambos ejércitos se retiraron.

Llevaba ya varios días, tirado en el suelo, de su cuerpo ya no quedaba nada.

Tarareaba una canción de la que no recordaba la letra exacta, una que le gustaba a Sylvain. Olvidarlo, había probado, resultó ser una tarea casi imposible.

"¡Ah! Sylvain". Suspiró.

El hombre siempre estaba en sus pensamientos y aparecía con más persistencia en sus momentos solitarios. Quería odiarlo por haberlo abandonado ―dos veces― pero no podía, realmente le extrañaba. Escuchar su tenue risa, el calor de su cuerpo y su aroma a lavanda. Muchas veces, soñó que lo encontraba y sin importar el motivo volvían a estar juntos, tenía la extraña percepción de que, no importando la distancia y el tiempo, el lazo que los unía era inquebrantable.

Contigo Hasta El FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora