XVIII. Étoile

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Mientras caminaba, en la oscura bóveda celeste aparecieron miles de pequeñas estrellas titilantes, pero ninguna brillaba como la estrella que solo aparecía en sus sueños.

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Al entrar a su palacio, la gente lo esperaba con alegría. Le sirvieron licor y lo colmaron de atenciones envidiables. Pero no había nada ahí que El Lord Negro de la Máscara Angustiada deseara y se preguntó si había hecho lo correcto.

Dejar libre a Sylvain, fue la decisión más difícil que alguna vez tomó en su vida, pero sus sentimientos los guiaban por senderos que se alejaban cada vez más el uno del otro, quizá solo era cuestión de darle algo de espacio y tiempo, dicen que el tiempo lo cura todo, tal vez la próxima vez ―porque está seguro que sus caminos se volverán a cruzar― su relación vuelva a ser como antes.

Miró a su alrededor con hastío, las palabras de los cuerpos arremolinados en torno a él ya no significaban nada. Él era un dios y este, un culto indeseable, sus ofrendas perversas le asqueaban. A veces se preguntaba ¿Qué fue lo que vio Sylvain en él? No era un dios, ni siquiera un rey, era solo un demonio escupido por el infierno y Sylvain un alma pura un poco trastornada. Lo supo desde el momento en que lo vio, eran el uno para el otro.

Miró de nuevo su obra macabra. Ya no podía purificarlos de su influjo, pero podía purificar al mundo de su propia esencia. Así que al igual que en su última noche en Alagadda, hundió a la ciudad en un miasma oscuro y ácido, hasta reducirla a la nada, su nombre será olvidado, su ubicación borrada de cualquier mapa. Allí no hay más que tierra estéril y corrupta.

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Venecia 1857

Es día de Carnaval, pero todo se ve extrañamente oscuro y triste.

¿Dónde está la fiesta y la alegría? ¿Los trajes coloridos y atiborrados de adornos?

¿La música?

―Señorita, hace años que no se celebra el Carnaval, fue prohibido por Napoleón cuando yo tenía su edad― le dijo una mujer desde el marco de la puerta de una sastrería, pensando que la máscara de porcelana sobre su rostro era una simple máscara de carnaval. Los brazos de la joven se posaron pesadamente a sus costados y miró a su alrededor, había estado tan lejos de Europa que ignoraba muchos de los grandes cambios que ahí sucedían y derrotado se alejó de la tenue luz de la tienda.

―Mi madre hacía trajes para el Carnaval ¿Quieres probarte algunos? ―ofreció la anciana desde el marco de su puerta y Dyo aceptó la oferta, había llegado a Venecia por algo de entretenimiento y si era necesario armaría su propia fiesta

Eligió un amplio vestido negro, con flores bordadas con hilo de oro, un tocado decorado con cuentas de cristal y plumas adornaban los cabellos oscuros y largos del cuerpo que poseía. La anciana le mostró un espejo y en su reflejo lo único que Dyo vio fue la imagen de una completa extraña. No recordaba su propio rostro aun cuando su memoria nunca olvidaba nada.

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El rey y el bufón.

No hay niños en Alagadda, pero alguna vez los hubo; cuando Alagadda no era Alagadda y el Rey Ahorcado era un simple rey.

¿Quieres ver un truco? ―preguntó un joven al hombre con la vistosa capa amarilla y antes de que le pudiera contestar puso un mazo de cartas en sus manos.

―Elige una y no me la muestres ― el chico cerró los ojos y puso las manos tras su espalda mientras el hombre de amarillo repasaba las cartas, eligió una con la figura de un malabarista con traje de rombos monocromáticos y tendió de nuevo el mazo al niño y sintiendo las tersas manos rozar sus manos.

Contigo Hasta El FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora