Capítulo 3

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La casa era tal como la recordaba. Un hermoso invernadero le dio la bienvenida. Desde el exterior podía observar a su prima Valeria realizar un arreglo floral. Valeria tenía casi diez años más que ella, pues su tía se había casado muy joven con un pescador de la zona con quien había tenido a su única hija. Valeria, a su vez, también había sido madre soltera a muy temprana edad: su hijo Pablo —a quien no veía desde que era un niño—, debía ser todo un joven ya.

La familia poseía desde hacía años una pequeña tienda de flores, plantas, cactus y otros arbustos. También vendían implementos para jardinería. Su tía Gina era muy aficionada a las plantas, así que había llevado adelante el negocio por muchos años. Luego su hija Valeria lo había continuado y allí estaba: tan bonito y alegre como lo recordaba de su último viaje hacía diez años.

Valeria se encontraba sola por el momento, así que Cate aprovechó la oportunidad para entrar. Un sonajero en la puerta rompió el silencio, y la dueña de la tienda se volteó para ver quién habría llegado. Se quedó por unos instantes desconcertada hasta que por fin habló:

—¿Catarina?

La aludida asintió con una sonrisa.

Valeria se quitó el delantal de lunares que llevaba, rodeó la mesa de trabajo repleta de cintas y gardenias, y le dio un fuerte abrazo. Hacía mucho tiempo que no se veían, pero siempre había sido muy cariñosa con ella.

—¡Qué alegría verte! ¿Qué estás haciendo aquí?

—He decidido pasar un tiempo en Varenna. ¿Cómo están ustedes? ¡También me alegra mucho verte, prima!

El rostro de Valeria se ensombreció.

—Creo que no sabes que papá murió hace un mes —le confesó.

Cate quedó sorprendida, no se lo esperaba. Giorgio Castello siempre fue un hombre de buena salud. Tan fuerte como un roble, pero bondadoso como pocos. No lo trató tanto como hubiese querido —su madre apenas le dirigía la palabra—, pero era una gran persona.

—¡Lo siento mucho! ¿Por qué no me dijiste nada? —No hablaban con frecuencia, pero al menos cada cierto tiempo intercambiaban mensajes.

Valeria no sabía cómo decírselo, pero finalmente optó por hablar con la verdad.

—Mamá no quería que tía Gaby lo supiera, así que me hizo prometerle que no lo diría. Sé que es una tontería —añadió avergonzada—, pero estaba tan triste que no quise darle un disgusto.

—Lo comprendo —respondió Cate apenada—, lo que jamás entenderé es la desavenencia que existe entre ellas. ¡Son hermanas! ¡Deberían estar unidas!

—Yo también lo creo, pero son cosas del pasado y mamá es muy celosa de sus cosas.

—¿Qué le sucedió a Giorgio? ¡Estaba tan bien en las últimas fotografías que me enviaste!

—Eso creíamos todos, pero le dio un infarto y no resistió —le contó con lágrimas en los ojos.

Cate le dio otro abrazo, y se quedaron así por unos segundos. Era bueno estar en casa, era bueno sentir de nuevo el calor familiar después de tanto tiempo. Hacía diez años que no se veían, pero ella se sentía feliz de estar allí.

—Vayamos a casa —dijo Valeria después—, le pediré a Pablo que se encargue de tu equipaje. ¡Ya verás lo alto que está!

—¿Cómo le va en la compañía? —preguntó Cate mientras avanzaban por el camino de tierra rodeado de rosas amarillas.

Su sobrino había resultado ser un magnífico bailarín. Todavía era muy joven y estaba en formación, pero tenía un futuro prometedor.

—Está muy feliz, aunque es muy agotador. Sabes cómo es. Se exige mucho, pero ha progresado en los últimos años. Le encantará verte, así podrán hablar un poco sobre ballet. Entre bailarines se entienden mejor —añadió con una sonrisa.

El dulce adagio ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora