Capítulo 12

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Cate desayunó, durmió un poco más la mañana y luego se distrajo en el salón de baile haciendo algunos ejercicios. Le venía muy bien, pues la ayudaba a mantenerse en forma, aunque por supuesto intentaba no excederse demasiado.

En el reproductor sonaba la música del Grand pas de qautre —una de sus melodías favoritas—, cuando sintió que su teléfono comenzaba a sonar. Se alejó de la barra, y tomó el aparato. Pensó que se trataría de su madre, pero se equivocó: era su padre, Carlo. Por lo general hablaban con frecuencia, aunque no todos los días. Frunció el ceño al reflexionar sobre el motivo de la llamada, pero sin posibilidad de eludir lo inevitable, contestó.

—¿Papá?

—Hola, hija —contestó—, me alegra mucho escucharte. Tu madre ya me ha contado. ¿Cómo te sientes? ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Lo siento, papá; necesitaba pensar un poco, además siempre imaginé que mamá te lo diría de un momento a otro. Son la pareja más divorciada más funcional que conozco.

Carlo ahogó una risita del otro lado del teléfono.

—Ya sabes cómo es Gabriella. Pero no me has dicho cómo estás.

—Estoy bien, de verdad. ¿Cómo están Matilde y los chicos? —Eran su hermanastra y sus hermanos pequeños.

—Todos estamos bien. Yo preocupado por ti. ¿Por qué no vienes a pasarte una temporada con nosotros mientras tu madre concluye sus asuntos en Londres? ¡Copenhague en el verano es una maravilla!

—No lo dudo, pero estoy bien aquí, papá. En serio no tienes nada de qué preocuparte…

—¡Cuándo vea a esa sabandija lo estrangularé con mis propias manos! ¡Qué desfachatado fue al afirmar que él no es el padre! —comentó molesto.

Cate se quedó de piedra con aquel comentario. ¿Su padre le había hablado a Rudolph?

—Cielos, papá, dime que no se lo dijiste.

Se hizo un largo silencio y finalmente Carlo carraspeó.

—Tenía que pedirle explicaciones por lo que te hizo, hija…

—¡Por Dios, papá! ¡Yo no quería que se enterara tan pronto! ¡Ahora me hará la vida miserable! —expresó presa de angustia.

—No se atrevería; la noticia lo tomó de sorpresa, pero me ha dicho que él no es el padre. Que estaban separados y que tú… En fin, ha insinuado que te has involucrado con media compañía.

—¡Cretino! —gritó furiosa—. ¿Cómo puede decir algo como eso?

—Tomaremos acciones legales, Cate. Hablaré con un abogado. Si es preciso una prueba de ADN…

—No, papá —le interrumpió—, sí él está convencido de que no es el padre, pues mejor para mí. No quiero a Rudolph en mi vida ni en la de mi hijo. Bastante daño me ha hecho. Y si yo misma no le dije la verdad antes de irme, es porque creía que no lo merecía y que solo podría hacernos daño.

—Tal vez tengas razón. ¿Estás molesta conmigo, hija? —Estaba preocupado.

—No, papá, pero esa era una noticia que no te correspondía darla a ti. De cualquier forma, me alegra saber que el desvergonzado reniega de la paternidad. Eso quiere decir que me dejará en paz.

—Eso espero —repuso Carlo—. Perdóname por la indiscreción, hija.

—No te preocupes, papá. Salúdame a todos por casa. Hablamos pronto. Un beso.

—¡Cuídate mucho! Un beso, Catarina.

Cate se sentó en el suelo del tabloncillo y comenzó a desatarse las zapatillas. Todavía no podía creer lo sucedido, y aunque le molestaba la actitud de Rudolph, se sentía aliviada de saber que no quería vínculo alguno con su hijo. Era lo mejor para todos. Sin embargo, ¿sería siempre así? ¿Podría confiar en que Rudolph no la buscara más? Quería pensar que sería así, por lo que apartó cualquier pensamiento pesaroso de su cabeza e intentó mantener la calma.

El dulce adagio ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora