Con esos grandes sombreros de piel de oso era difícil saber cuál de los dos era el canche a quien debía contactar.
Pasó entre ellos ojeando por la periferia si lograba ver algunos de los cabellos del cuello, pero fue imposible.
Al volver encontró, con sorpresa, a unos niños que antes no estaban, frente a ellos haciendo muecas para hacerlos reír o, parpadear al menos. Ni se inmutaron. Los niños se cansaron y se fueron.
El hombre se paró a unos metros del de la izquierda quien con un leve movimiento de la mano le pasó el nuevo mensaje.