ENTRÉE - Capítulo uno.

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Déboulé déboulé déboulé fouetté. Era fácil imaginarme a mí misma moviéndome por la clase con total ligereza, como si volara, flotando en lugar de girando, con el cuerpo erguido y el porte orgulloso, con las piernas fuertes y la mirada fija en un punto. Yo había sido así una vez, había podido hacerlo. Ahora estaba al fondo de la clase, aferrada a la barra y luchando por mantener los dos pies a la vez -y más de una milésima de segundo- sobre las zapatillas de punta. Tras una triste semana en la que intenté por todos los medios seguir el ritmo de la clase, se demostró que no era posible, y la profesora me dedicó un frío "incorpórate con tus compañeras cuando no supongas un peligro para ellas". Así que allí estaba, luchando porque mis tobillos sujetaran todo el peso de mi cuerpo, después de tres años sin tener que hacerlo. Cuánto cuesta conseguir algo, y qué rápido se desvanece. 
He de admitir que no pensé que sería tan difícil. Pensé que, de algún modo, mi cuerpo recordaría. Pero era evidente que no. Mi mente, en cambio, sí recordaba los pasos, la técnica, lo cual sólo hacía que no ser capaz de hacerlos fuera doblemente frustrante. Ver a mis compañeras con sus giros perfectos (o casi, porque en una clase de ballet nunca nada es perfecto y todo puede mejorarse) tampoco ayudaba demasiado. En realidad, de nuestro antiguo grupo sólo quedaban Luna, Catie, Maggie y Wei. Me resultó triste pensar que de unas veinte personas sólo cuatro habían seguido hasta ahora, y me sentí por un lado culpable por haberlo dejado y por otro orgullosa de volver a estar ahí. En fin, todo lo orgullosa que puedes sentirte cuando tienes tanta presión en los dedos que sientes que va a caérsete las uñas. De hecho me sorprendía que todavía no se hubieran caído.
Mi frustración al acabar la clase era evidente, y caminar como si llevara aletas en los pies no ayudaba a mi dignidad.  Me dirigía, como mis compañeras, a los vestuarios, cuando la profesora me llamó.

-Escucha, Adriana -me dijo con un tono más amable que sólo se permitía fuera de las clases-. Sé que quieres estar en este grupo, pero creo que deberías plantearte pasarte a un nivel inferior. Las chicas serían algo menores que tú, pero están menos acostumbradas a las puntas y te sería más fácil engancharte.
-Usted misma dice siempre que una bailarina jamás va a por lo fácil -me atreví a replicar, y en su cara se formó un amago de sonrisa.
-Es tan solo un consejo.
-Lo sé -mis dedos de los pies ardían-. Pero si me deja, me gustaría seguir en su clase.
Me hizo un gesto que indicaba "adelante", yo asentí con la cabeza y me fui al vestuario sin mirar atrás.


Las chicas ya se estaban vistiendo para cuando yo hube cogido mi toalla y me dirigía a las duchas. Ver sus cuerpos fuertes y musculosos -pero nunca tanto como para perder la elegancia- me hizo sentirme gorda y fofa, y eso que siempre he estado bastante delgada. La sangre de mis pies tintó el agua de la ducha en cuanto que empezó a caer. Ya había pasado por eso antes. Lo peor, claro, es que la única forma de que dejen de sangrar es que salgan callos, y para eso hay que bailar, y para bailar hace falta ponerse sobre las zapatillas, y eso sólo hace que los pies sangren y duelan más. Digamos que es dolor sobre dolor. Cuando ya crees que no es humanamente posible que duela más, lo hace. Y cuando sientes que preferirías arrancarte los pies antes que andar con ellos -y me refiero literalmente a arrancarlos, no es una exageración ni una metáfora-, llegados a ese punto, entonces el dolor disminuye y dejas de sangrar. Por un momento me sentí enfadada con mis pies, enfadada de que hubieran perdido la costumbre y de que ya no fueran capaces de sostenerme como yo sabía que podían, como ya habían hecho.

Volví a casa exhausta. Mi madre me lanzó una mirada de preocupación, tal vez porque ella también entendía por lo que estaba pasando. Fue de hecho encontrarme sus viejas zapatillas de punta lo que me hizo volver a bailar. No estaba dispuesta a abandonar lo que me gustaba, como había hecho ella, aunque hubiera tardado demasiado tiempo en darme cuenta.

Después de cenar subí a mi habitación. Me gustaba mi cuarto. Y no sólo porque fuera el único lugar del mundo sobre el que tenía un relativo derecho a llamar mío, sino porque adoraba que lo que en cualquier casa sería un desván en la mía fuera mi habitación, me encantaba esa ventana redonda y el techo inclinado, y el repiquetear cercano de las gotas cuando lluvia cuando llovía, que parecía inundar el dormitorio.

Pas de deuxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora