ENTRÉE - Capítulo diez.

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Mi madre conducía en silencio, esperando a que yo no pudiera aguantar más y tuviera que hablar. Pero yo no estaba segura de qué decir. Tenía dos opciones: podía seguir mintiendo o decir la verdad, y estaba bastante segura de que cualquier mentira que pudiera inventarme sería demasiado mala, y al final tendría que acabar confesando igualmente. Nunca se podía engañar a mamá con cosas de ballet, debería haberlo sabido. Pero podía decirle sólo una parte de la verdad. No, no debía. Quizás no lo comprendáis, pero yo no era la clase de chica que mentía a sus padres, ni a nadie en general, como creo que ya os dije. Así que no estaba muy segura de qué esperar, ni cómo reaccionarían mis padres, y me sentía terriblemente mal.

Seguía sin saber qué decir, pero sabía que hasta que no abriera la boca mi madre no lo haría, y su silencio me estaba matando, de modo que solté lo primero que se me pasó por la cabeza, que supongo que era aquello que me preocupaba de verdad.

-¿Papá lo sabe?

Mi madre apartó un instante los ojos de la carretera, para mirarme como si acabara de ser un fantasma quien hubiera hablado. Inferí que esperaba que me defendiera antes de asumir el engaño.

-Está en el bar, así que aún no se lo he dicho –puntualizó, para que yo supiera que sus intenciones eran contárselo.

-No lo hagas –supliqué-. Por favor.

Mamá suspiró.

-¿Por qué no debería hacerlo? –preguntó, con más calma de la que yo esperaba.

-Porque él no...

-¿No lo entendería? –me interrumpió.

Asentí con la cabeza, pues acababa de terminar mi frase a la perfección.

-Adriana, te equivocas con tu padre. Él entiende perfectamente el mundo del ballet.

No estaba en absoluto de acuerdo con ella, pero no creí que fuera el momento de llevarle la contraria.

-Creo que eres tú la que no lo entiende –continuó mamá-. El ballet es maravilloso. Te hace sentir más viva que en ningún otro momento, te da emociones que crees que nada más en el mundo te puede dar, pero...

Se quedó callada un momento, y creo que estaba sopesando si merecía la pena continuar, si de verdad quería dejar que su palabra pronunciara las palabras que estaban por venir. No pudo contenerse, de todos modos.

-Pero te quita mucho, Adriana, muchísimo. Te lo quita todo. Se convierte en tu vida, en lo único que puedes hacer, en lo único para lo que tienes tiempo. Te obliga a dejarlo todo de lado, requiere de tu absoluta y completa dedicación, te lo pide todo y te da muy poco a cambio.

No quise mirarla porque no quería que viera lo que me había afectado lo que acababa de decirme. No era algo que yo no supiera ya, por supuesto, pero que me lo dijera ella, ella, cuya pasión siempre había sido bailar... me aterró. Me aterró pensar que yo algún día pudiera llegar a hablar así de lo que más me gustaba hacer en el mundo.

-¿Cómo puedes decir eso? Fuiste primera bailarina del ballet nacional... El ballet no ha podido darte más –le reproché, olvidando que aquella situación era una reprimenda hacia mí, y no al revés.

-Imagina entonces lo que les pasa a quienes no llegan a donde llegué yo –dijo con voz tenue-. Hija, me encanta que bailes. Pero no tiene por qué ser a nivel... profesional.

Creo que en ese momento comprendí que me estaba diciendo lo que le diría a su yo del pasado si tuviera la oportunidad. Mi madre no quería que dedicase mi vida al ballet como ella había hecho, porque sabía que yo no sería feliz dando clase de música al final, y quería que tuviera más oportunidades de las que aquello me podía ofrecer. En cualquier caso, yo ni siquiera le había sugerido nunca ser bailarina profesional. No porque no quisiera, que quería, sino porque sabía que no estarían de acuerdo y me habían educado con la mentalidad de que sólo hay un camino a seguir en la vida y ese es ir a la universidad después del instituto. Es decir, sabía que había muchas otras opciones, pero desde siempre me habían hablado de cuando estuviera en la universidad, de qué quería estudiar, habían dado por supuesto que yo seguiría el camino de toda chica buena occidental. Y yo había acabado aceptándolo, claro, y acogiéndolo como una verdad universal e incuestionable, sin plantearme que posiblemente otras cosas me harían más feliz. Por eso el ballet había pasado a tener un papel secundario, aunque importante, porque de alguna forma mi subconsciente se había encargado de hacerlo encajar en ese puzzle predeterminado que sería mi vida, y lo incorporó en forma de beca. Sabía que mis padres podrían pagarme la universidad -con su correspondiente sacrificio- si todo seguía como iba, pero una ayuda no vendría nada mal, y por suerte al menos eso ellos también lo sabían. Si yo hubiera sido rica, todo habría sido mucho más fácil, claro. Podría incluso haber estado un par de años dedicándome sólo y exclusivamente al ballet, a hacer cursillos, a visitar escuelas, a saciar mis ansias de zapatillas de punta, pero mis padres no podían permitírselo y yo no les culpaba por ello. Podían pagarme una academia de ballet profesional, pero eso tendría que ser con el dinero de mis estudios, y dudaba que estuvieran dispuestos a eso. Y en caso de que aceptaran, si yo fracasaba y resultaba que no merecía la pena como bailarina, tendría que volverme a casa sin haber conseguido mantenerme ni durante la mitad de mi vida, como había hecho mamá. En ese caso, suponía que aún podría trabajar en el bar de papá, pero esa idea, aunque estuviéramos en Nueva York, la supuesta ciudad donde todo pasa y todo es posible, me hacía sentirme atrapada y deprimida. No sabía si mi padre estaba satisfecho con su carrera profesional, o si cuando veía su bar a rebosar se sentía realizado, pero sí sabía que esa no era la clase de vida que quería para mí, ni que podía hacerme remotamente feliz.

Pas de deuxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora