Siempre he sido una persona bastante cabezota. No soy de las que abandonan lo que se proponen con facilidad. Como ya mencioné, decidí que tenía que volver a bailar cuando me encontré las viejas zapatillas de punta de mi madre. Sí, mi madre había sido bailarina, y en una posición nada despreciable, en el ballet nacional... en España. Entonces apareció mi padre, se enamoraron. Él, estadounidense hasta la médula, ya tenía su bar en Nueva York. Mi madre era consciente de que en pocos años, sería demasiado mayor para que siguieran queriendo que bailase, y llegados a ese punto posiblemente podría haber encontrado trabajo en otro sitio, o como profesora de ballet, pero lo abandonó todo y se fue a Estados Unidos con mi padre. No era que ya no fuese feliz, dando clase de música en un colegio, pero yo sabía que mamá sentía que le faltaba algo desde que había dejado de bailar, y eso que yo había nacido cuando ella ya lo había dejado. Yo no quería sentir eso. Quería bailar. No estaba dispuesta a dejar que una lesión me apartara de aquello que amaba. Ni tampoco ninguna otra cosa. Me esforzaría tanto como fuera necesario, haría lo que fuese por recuperar esa sensación de libertad al bailar. Y no era consciente de lo mucho que iba a necesitar de esa imperturbable fuerza de voluntad hasta el miércoles de la semana siguiente.
Llegué diez minutos antes de la hora, y la clase estaba abierta, como siempre. Algunas chicas ya estaban cambiadas, y las que faltábamos nos cambiamos también y nos fuimos a la barra, también como siempre. Empezábamos el calentamiento antes de que llegase la profesora, porque una bailarina jamás está quieta si está pisando una clase de baile. Mis compañeras pusieron la música y empezaron con sus ejercicios. Yo, la última de la barra, empecé con los míos. Ya era capaz de aguantar sobre las puntas -todo un hito para mí-, pero me caía con facilidad, y los giros aún estaban lejos de mi alcance. Yo intentando mantenerme diez segundos en relevé debía dar una imagen lamentable comparada con las otras chicas, que hacían sus grand battements hasta que el pie casi les chocaba con la cabeza. "¡Yo podía hacer eso!", quería gritar, pero era absurdo, porque haberlo sabido una vez no me servía absolutamente de nada.De repente la música paró.
Y no era la profesora la que estaba delante del equipo, como siempre estaba, sino un tipo con los brazos cruzados y el ceño ligeramente fruncido. Era bastante más joven que la profesora, digamos, casi con total seguridad sólo un poco mayor que yo. Llevaba una camiseta negra de manga corta de la que los músculos de sus brazos parecían querer escapar, y unos pantalones anchos grises. Iba descalzo. Me resultó extrañamente familiar, y por un segundo creí que me miraba, pero justo después estaba segura de que no.
Ninguna de nosotras se movió de la barra, expectantes.
-La profesora Thomson ha tenido un accidente.
Se escuchó cómo algunas respiraciones se paraban, con sorpresa y preocupación.
-Está bien, pero no podrá venir a dar clase en una temporada. Yo seré vuestro nuevo profesor.
Su tono de voz era grave, y sus palabras no sonaron afectadas en lo más mínimo, sino monótonas, como sonarían si las pronunciase un robot. Noté mis cejas alzarse ante semejante frialdad y falta de preámbulos.
-Mi nombre es Cameron Hall, aunque os dirigiréis a mí por mi apellido, o por "profesor".
Nadie se atrevió a decir nada. Nadie... menos Cattie. Por supuesto, ella siempre tenía algo que decir.
-¿Y ahora, qué? -preguntó, si bien no estuve segura de si se lo preguntaba al profesor o a ella misma.
-Ahora, señoritas -un amago de sonrisa de satisfacción asomó a los labios de Hall - bailáis.Puso la música desde el principio y dio unos cuantos pasos hasta situarse en el centro de la clase.
-Seguid con la barra. Quiero ver el nivel que tenéis.
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Pas de deux
Fiksi RemajaBailar siempre había sido mi pasión. Siempre lo había puesto por delante de todo lo demás. Por fin había decidido lo que quería hacer con mi vida, lo que quería ser, a qué quería dedicarme. Por entonces no era consciente de que a veces aparecen pers...