Capítulo 11. La presencia

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Promise me a place

In your HOUSE OF MEMORIES

*

Henry Toldman renunciaba a Nueva York. El velatorio fue el punto de no retorno para su frágil estado psicológico. En el silencio de una casa vacía, con los recuerdos de una época que añoraba flotando en el aire, estalló. Su dolor tomó vida propia. Apartado de los allegados que asediaban su salón, se encerró en el dormitorio de Aurora. El inspector Queen se vio en la obligación de tirar la puerta abajo. Lo encontró con medio torso sobre la cama, agarrado a las sábanas, llorando como un hombre al que le habían arrebatado lo que más amaba. Aguantando el impulso de acompañarlo, Richard lo tomó en brazos y lo llevó a un espacio tranquilo de la casa.

La hermana de su difunta esposa, afectada por la salud de su cuñado, accedió a encargarse de su cuidado mientras recuperaba la cordura mermada por el entierro.

Los ojos sagaces de Richard no se desentendieron de la reacción del doctor Anderson, que había permanecido en el salón conversando con los asistentes. Aquel tipo comenzaba a caerle tan mal como a Ellery.

Y esa era otra de las preocupaciones que añadía una úlcera más a su estómago. Con barba de varios días y aire macilento, el aspecto desaliñado de su hijo recorría la casa como un fantasma. Había adelgazado, tanto, que las líneas de expresión de los pómulos se le marcaban en exceso. Su hijo se había aislado en una burbuja insonorizada de negatividad. Que Henry hubiera firmado la guerra contra él era uno de los asuntos que habían hundido al joven escritor, por lo que Richard, como padre en apuros, trató de enmendar el error que su amigo estaba cometiendo.

Con una delicadeza meditada, quiso hacerle ver que su hijo no era culpable de tan desafortunado accidente. El juez compuso un mero "ya" como respuesta. Ellery, que tanto había significado para el señor Toldman, se había convertido en su peor enemigo. Había superado a los criminales a los que no les concedía ni una pizca de piedad desde la cima del estrado. Para Ellery no había absolución posible.

Entretanto, el escritor se había sumergido en su novela, que comenzaba a tomar un cariz siniestro. El dolor y la culpa que le susurraban a la oreja daban voz a los protagonistas de su historia, desarrollando una trama más sórdida que policíaca. Se había dicho a sí mismo que quien quisiera leer su novela, lo haría. Si les gustaba o no, era cuestión personal.

Ignorante de los intercambios entre el sol y la luna, uno de los días de aquella fatídica semana Ellery se encontraba involucrado en un nuevo capítulo cuando un carraspeo procedente de la cama lo trajo de vuelta a su dormitorio.

Asomó la cabeza por encima del hombro, desorientado, pues no había sido consciente de que alguien abriera la puerta. Pero lo que vio le produjo un latigazo en el corazón. Una corriente eléctrica partió de su nuca y se fundió con el resto del cuerpo.

Allí estaba.

Recostada contra la pared, Aurora lo miraba con una sonrisa de oreja a oreja.

—Auro... Aurora... —titubeó.

En sus pupilas dilatadas se reflejaba aquel brillante cabello rojo fuego.

—¡Vaya!, menos mal que me reconoces, pareces asustado —se mofó de su reacción.

—Aurora...

Empezó a dolerle la cabeza. La opresión en el pecho creció en intensidad. Creía poder sentir que lo agujereaban. Agachó el mentón, se tapó la cara con la palma de la mano y suspiró pesadamente. Se había exigido hasta agotarse. Su mente ya no le concedía más niveles de tolerancia. Evitar el dolor era imposible. Solo podías aplazarlo, y en su empeño por alejarse del sufrimiento había terminado plagiando al protagonista de su novela. Aunque su identidad no se desligara en múltiples personalidades, experimentaba otro apabullante síntoma.

[6] Ellery Queen: Dioses y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora