Prólogo

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Sin mucho entusiasmo, Ellery defendía una observación pasiva de las hojas que mecían el ambiente neoyorkino. La ciudad se había transformado por completo, alejando el agobiante e insoportable calor del verano para acoger a la placentera y agradable brisa de entretiempo, que invitaba a dejarse persuadir con un paseo entre los senderos de alguno de sus magníficos parques. Pero los planes luchaban en su contra; tenía un nuevo libro que seguir escribiendo y, de nuevo, pesaba tras su espalda un retraso de meses.

Desde hacía alrededor de un año, Ellery había comenzado a involucrarse casi a jornada completa en los misterios de aquellos que llamaban a su puerta. Tal era el caso, que perdía más tiempo adentrándose en la vida personal del resto del mundo que en la suya propia. Cuando quería darse cuenta, la fecha estipulada para la entrega de algún capítulo de la novela que estuviera escribiendo vencía en pocas semanas, y su editor corría tras él tirándose de los pocos cabellos que quedaban en su cabeza, harto y estresado por la tardanza del escritor. Largas noches de insomnio, algunas más productivas que otras, varios paquetes de cigarrillos y numerosas tazas de café habían empezado a formar parte de su día a día, conformándose en un hábito tan adictivo como la heroína.

No obstante, que se hubiera acostumbrado a aquel estresante estilo de vida no significaba que le gustara. Su ánimo ennegrecido señalaba como culpables a determinados casos tan insignificantes y triviales como motas de polvo, a los que calificaba como bromas absurdas contra su aguzada lógica mental, y a la innegable y dichosa desmotivación que a veces imperaba durante días. Su aspecto, usualmente vigoroso y lleno de energía, dichoso de ejercitarse contra uno de los sacos del gimnasio Stillman, había dado un bajón estrepitoso. El espejo le devolvía la imagen de una figura delgada, marcada por los pocos músculos desarrollados. Y no porque no se alimentara; vivía de las comidas que Djuna cocinaba especialmente para él. Pero el estrés consumía su energía más rápido de lo que era capaz de recuperarse. Sus ojeras formaban una perfecta media luna bajo sus ojos color miel. Hasta su piel, de tintes dorados en los intensos meses de verano, había permanecido igual de pálida y blanquecina todo el año.

No por ello había perdido su encanto. Entre proposiciones explícitas y alguna que otra más sutil, no estuvo exento del intento de seducción de las bellezas que recorrían el pequeño salón de su hogar con ojos vivos y ardientes. La tentación se encontraba constantemente a escasos centímetros de él, y no siempre podía resistirse.

Al fin y al cabo, era un hombre solitario que, de vez en cuando, necesitaba el amor de aquella que quisiera dárselo sin condición alguna. No tenía especial predilección por el sexo rápido y sin compromiso. Simplemente, le gustaba su vida tal y como estaba, y las mujeres que solían irrumpir en ella se retiraban al poco tiempo de convivencia, incapaces de soportar sus hábitos, principal fuente de discordia. Alguna que otra vez reflexionaba sobre la cuestión y llegaba a la conclusión de que, a lo mejor, no elegía bien a las personas con quien compartía cama; era probable que cayera hechizado por la tentadora superficie y obviara el vacío e inexistente interior de las bellezas de labios gruesos y piernas largas que despertaban a su lado, lo que originaba que las aborreciera a al poco de conocerlas.

Y puede que otras le aborrecieran a él. Cuando necesitaba encerrarse y escribir como si su máquina fuera lo único existente en el mundo, en aquellos momentos de mayor soledad e introversión donde solo una mano amiga podía sacarle de aquella espiral de aislamiento, sus compañeras se esfumaban de su vida como si su pobre y pequeño corazón no significara nada. Terminó aceptando que, si realmente existía una mujer ideal para él, ya aparecería. Mientras, disfrutaría con calma de los placeres que se pusieran en su camino.

Pero en ese instante, lo que tenía en su salón ni era tentador ni tenía unas largas piernas en las que perderse. Distraído por el movimiento a través de la ventana, escuchaba la monótona monserga del hombre que había pedido su ayuda hacía menos de media hora. Su visitante, de aspecto enjuto y nervioso, no paró de hablar desde que tomó asiento en su sofá.

[6] Ellery Queen: Dioses y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora