2. Pesadilla

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Conduje lo más rápido que me atreví, lo único que quería en ese momento era llegar a casa. Estaba furiosa, probablemente por la tontería más grande del mundo, pero lo estaba y no cambiaría tan fácilmente. Me parecía que iba a volverme loca; de pronto mis sentimientos estaban a flor de piel, un dolor se extendía palpitante por mi cabeza y sentía como si por mis venas corriera fuego y veneno. Tal vez estaba a punto de pescar un resfriado.

Dejé a Travis en su casa sin volver a dirigirle la palabra pese a sus intentos de formar una conversación. No sabía qué era lo que más me molestaba, si el hecho de que hubiera visto mi dibujo, su sonrisa burlona, cualquier comentario sobre Jackocbsob, o haberme tenido que deshacer del dibujo, porque curiosamente me había sentido ligada a esa hoja por muy desconcertante que fuera el origen de su contenido.

El día había sido, sin duda, uno de los días más desagradables de mi vida, empezando con la llegada de ese chico: Jackocbsob. Hubiera dado cualquier cosa con tal de que jamás llegara, su presencia me hacía sentir de una manera extraña, me sentía inquieta como si presintiera que algo muy malo estaba a punto de suceder. No creía en los malos presentimientos, o en sextos sentidos femeninos, sin embargo, había algo en torno a la situación que me hacía sentir paranoica.

El camino de la casa de Travis a la mía no era largo, él vivía a un par de calles de distancia pero me pareció que había vuelto a recorrer la distancia de Blairgowrie a Dunkeld.

Sí, yo vivía en Dunkeld, Escocia; en una casa mediana y cuadrada de color blanco que contaba con tres dormitorios, las habitaciones contiguas de la planta baja y un bonito jardín cuadrado en la parte delantera, obra de mi tía Juliette.

Cuando llegué, aparqué frente a la puerta casi de manera autómata y salí del auto pisando fuerte —resultaba sencillo irradiar ira de cada uno de mis poros—. Atravesé el vestíbulo en un revuelo, pasé por un lado de la sala y me dirigí a las escaleras que conducían al segundo piso, donde estaba mi habitación.

—Buenas Tardes, Tía —escuché que decía una voz con aire divertido— ¿Cómo estuvo tu día? —Preguntó y se respondió a sí misma—: Oh, bien, gracias por preguntar ¿Y el tuyo? ¡De maravilla! Me alegra que estés temprano en casa. Sí a mí también...

Me detuve en seco, había estado tan inmersa en mis asuntos existenciales que no había notado su presencia, en realidad, no esperaba que estuviera allí, normalmente llegaba para la hora de cenar.

Cerré los ojos y respiré profundo en un intento de controlar mi impulsivo carácter; entonces, giré para bajar los escalones que había subido, y dirigí mi rumbo a la pequeña sala, donde provenía su voz. Esbocé la mejor sonrisa que pude, mi humor para un interrogatorio no era precisamente el adecuado.

Juliette, mi tía, estaba sentada en uno de los mullidos sofás color blanco que amueblaban la estancia, dejó a un lado el libro que estaba leyendo y se quitó las gafas para verme, sonrió y soltó una risita amable. Era sólo mi tía, la hermana de mi padre, pero guardaba gran parecido conmigo, excepto porque ella era mayor —y era guapa porque se maquillaba, arreglaba el cabello y su estilo de moda yo lo definía como vanguardista—, tenía un aire de madurez que incitaba confianza, a pesar de que era joven, daba la impresión de que había vivido más de lo que su edad profesaba. Ella tenía el rostro ovalado, aunque un poco más redondo que el mío, y ojos marrones que podían lanzar miradas penetrantes, amables o inquisitivas dependiendo de la situación, su mirada era poderosa, según mi abuelo.

—Lo siento... no pensé que estarías en casa —le dije, mi voz se escuchó sombría a pesar de mis grandes esfuerzos por tranquilizarme.

Sonó más como un reproche que como una disculpa.

Sueños Rotos: PecadoWhere stories live. Discover now