Me aboco a mi muerte

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(Percy Jackson)

Pasamos dos días viajando en el tren Amtrak, a través de colinas, ríos y mares de trigo ámbar. No nos atacaron ni una vez, pero tampoco me relajé. Me daba la sensación de que viajábamos en un escaparate, que nos observaban desde arriba
y puede que también desde abajo, que había algo acechando, a la espera de la
oportunidad adecuada.

Intenté pasar inadvertido porque mi nombre y mi foto aparecían en varios periódicos de la costa Este. El Trenton Register-News mostraba la fotografía que
me hizo un turista al bajar del autobús Greyhound.

Tenía la mirada ida. La
espada era un borrón metálico en mis manos.

Habría podido ser un bate de béisbol o un palo de lacrosse.

En el pie de foto se leía: «Percy Jackson, de doce años de edad, buscado para ser interrogado acerca de la desaparición de su madre hace dos semanas. Aquí se
le ve huyendo del autobús en que abordó a varias ancianas. El autobús explotó
en una carretera al este de Nueva Jersey poco después de que Jackson abandonara el lugar. Según las declaraciones de los testigos, la policía cree que el chico podría estar viajando con tres cómplices adolescentes. Su padrastro, Gabe Ugliano, ha ofrecido una recompensa en metálico por cualquier
información que conduzca a su captura.»

—No te preocupes —me dijo Annabeth—. Los policías son mortales, no podrán encontrarnos. —Pero no parecía muy segura de sus palabras.

Pasé el resto del día paseando por el tren (lo pasaba fatal sentado quieto) o mirando por las ventanillas.

Una vez vi una familia de centauros galopar por un campo de trigo, con los arcos tensados, mientras cazaban el almuerzo. El hijo centauro, que sería del tamaño de un niño de segundo curso montado en poni, me vio y saludó con la mano. Miré alrededor en el vagón, pero nadie más los había visto.

Todos los adultos estaban absortos en sus ordenadores portátiles o revistas. En otra ocasión, por la tarde, vi algo enorme moviéndose por un bosque.

Habría jurado que era un león, sólo que no hay leones sueltos en América, y aquel bicho era del tamaño de un todoterreno militar. Su melena refulgía dorada
a la luz de la tarde. Después saltó entre los árboles y desapareció.

El dinero de la recompensa por devolver al caniche nos había dado sólo para comprar billetes hasta Denver. No nos alcanzaba para literas, así que dormitábamos en nuestros asientos. El cuello se me quedó hecho un cuatro.
Intenté no babear, ya que Annabeth se sentaba a mi lado. Grover no paraba de roncar, balar y despertarme. Lyra no paraba de murmurar cosas. Una vez Grover se revolvió en el asiento y se le cayó un pie de pega.

Annabeth y yo tuvimos que ponérselo de nuevo antes de que los otros pasajeros se dieran cuenta.

—Vale —me dijo Annabeth en cuanto terminamos de ponerle la zapatilla a Grover—, ¿quién quiere tu ayuda?

—¿Perdona?

—Hace un momento, cuando estabas durmiendo, murmurabas «No voy a
ayudarte». ¿Con quién soñabas?

No quería contárselo. Era la segunda vez que soñaba con la voz maligna del foso, pero me preocupaba tanto que al final se lo dije.

Annabeth reflexionó un rato.

—No parece que se trate de Hades —dijo por fin—. Siempre aparece encima
de un trono negro, y nunca ríe.

—Me ofreció a mi madre a cambio. ¿Quién más podría hacer eso?

—Supongo… pero si lo que quería es que lo ayudaras a salir del inframundo, si lo que busca es desatar una guerra contra los Olímpicos, ¿por qué te pide que le lleves el rayo maestro si ya lo tiene?

LYRA BLACK, pjo & hpDonde viven las historias. Descúbrelo ahora