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Es mi culpa, lo sé, pero no puedo evitar sentirme mal. Desde lejos lo veía, o mejor dicho, los veía.
Él estaba sonriendo, esa sonrisa que hacía tiempo no veía cuando estábamos juntos. Su rostro ya no parecía cansado, como si la vida hubiera vuelto a iluminarle. Y ahí estaba ella, a su lado. Que desagradable es verlo tan feliz con otra persona. Me duele, me quema, pero no puedo apartar la vista.
Aún no entiendo por qué no me lo dice. ¿Por qué sigue mintiendo, fingiendo que todo está bien? Pero no haré nada, no quiero molestarme con él. ¿Para qué? Al final, siempre encuentro una razón para perdonarlo, aunque me duela en lo más profundo. Tal vez me diga que estaba trabajando, que la situación fue malinterpretada. Y yo... yo lo creeré.
O peor, encontraré una excusa para perdonarlo. Lo haré, porque siempre lo hago. Siempre termino siendo yo la que dobla las rodillas ante él. Tal vez me compre algo bonito, como aquella vez que me dijo que la ropa me hacía ver hermosa. Según él, soy muy bonita.
Pero entonces, la pregunta que me atormenta cada noche vuelve a golpearme: ¿Quién será más bonita?
¿Ella o yo?
Pero da igual, ¿no? Él me eligió a mí, ¿verdad? A pesar de todo, él siempre vuelve a mí. Y yo me aferro a eso, a ese pequeño hilo de esperanza.
Nanami y yo tenemos una promesa. Una promesa que hicimos cuando todo era diferente, cuando éramos felices. Y sé que no va a romperla. No puede romperla.
Y aunque lo hiciera, yo encontraría una manera de defenderlo. Siempre lo hago. Porque si no lo hago, todo esto dejaría de tener sentido. Y yo no puedo enfrentarme a esa verdad. No puedo aceptar que lo estoy perdiendo... que ya lo perdí.
Entonces, ¿qué hago? Me quedo aquí, mirando desde la distancia, buscando razones para no odiarlo, para no odiarla. Fingiendo que está bien. Convenciéndome de que el amor lo justifica todo.
