La carta lacrada

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El final del curso escolar llegó, como llega todo en la vida cuando uno vive preocupado, lento. John había seguido con sus encuentros con Michael, pero poco a poco olvidaron el tema inicial; aunque los dos lo negaran, empezaron a tolerarse de verdad, eso sí, no cara a la galería. Su madre, por otro lado, a veces parecía ni recordar la conversación, aunque actuaba de forma extraña, se había aficionado a escribir unas cartas que él jamás conseguía saber donde enviaba ni con qué fin; en algunas ocasiones veía cierta desconocida tristeza en sus ojos cuando hablaban, pero nada de aquel actuar era real, era más como una sensación, y luchó con bastante éxito para enterrarla.
Con todo, una noticia llegó como un petardo ruidoso a distraerle y esperanzarle respecto al futuro. Una mañana de sábado, a apenas una semana de acabar el curso, su madre le llamó para que entrara en casa.
¡John! —exclamó, sacándolo de su habitual trance cuando se mecía en el columpio —. Ven un momento, tenemos que hablar de algo.
Mientras entraba en casa repasó mentalmente lo que había hecho esos días, no había nada malo realmente, pero la frase "tenemos que hablar" lo ponía en guardia. Esperó, observando como ella caminaba de un lado a otro de la cocina-salón, haciendo un ruido molesto con los zapatos en el suelo brillante. Odiaba cuando hacía eso y agradeció en el alma cuando se paró al fin para mirarle.
Tengo una noticia algo repentina para ti... Lo he estado pensando algún tiempo, la vida en Greengarden ha sido agradable, pero tus estudios son importantes y... Bueno, he decidido que nos mudaremos a Londres — acabó su madre con una sonrisa.
John revisó su expresión un buen rato, su cerebro buscaba algo que diese a entender que era una broma.
¿En serio? —preguntó para cerciorarse, ella agitó la cabeza de forma afirmativa —. ¡Siii! —respondió con fuerza, abrazando a su madre. Ella le alborotó los rizos.

A partir de ese punto, había entrado en una vorágine de preguntas que nunca acababa de decidir exteriorizar: ¿Vivirían en el centro de Londres? Eso implicaba no poder salir más solo. ¿A qué escuela iría? Esperaba que en la ciudad hubiese más gente parecida a él. ¿Se mudarían nada más acabar el verano? ¿Así, sin más? Empezar de cero sonaba emocionante y horrible...

Despertó temprano, las clases al fin habían terminado, pero estaba acostumbrado a abrir los ojos a las ocho y no se pierde un hábito en dos días. Cuando bajó a la cocina para desayunar, todavía bostezando y en pijama, encontró a su madre extrañamente activa, yendo de un lado para otro mientras preparaba el desayuno y cantaba (o más bien destrozaba) I want to break free, quejándose de vez en cuando entre murmullos de que Freddie Mercury claramente se había equivocado y no ella. Se sentó, aún demasiado somnoliento para tanto alboroto, y la siguió con la vista casi riendo cada vez que se equivocaba y renegaba; ella al final se giró sobresaltándose un poco al verle ahí.
Un día me matarás del susto, pequeño fantasma —dijo con falso enfado —. Te tengo dicho que...
Buenos días mamá —cortó bostezando —. Estoy muy dormido para pensar. —Puso la cabeza en la mesa como si no tuviese ganas de nada y supo a pesar de no verlo que su madre había alborotado su flequillo soplando. Siempre lo hacía cuando la exasperaba.
Ya me dirás tú con esos ánimos que haremos. —Le plantó las tostadas con huevos revueltos delante y el olor pareció despertarle —. Tenemos que empezar a empaquetarlo todo, pasado mañana nos vamos.
De golpe, John puso su atención en la conversa.
¿Tan rápido? —No es que no estuviera entusiasmado, pero parecía una huida apresurada, había dado por hecho que pasarían allí el verano.
Sí, cielo, llevo mucho tiempo con ese plan, lo único que me sabe mal es no haber podido enseñarte el piso, aunque, por el estilo antiguo, seguro que te gustará.
Él no contestó, se limitó a acercarse el desayuno con más energía y empezar a comer, quería ponerse a guardar sus cosas.
Si comes a esa velocidad te hará daño —le regañaron con paciencia.
Lo siento —contestó tragando lo que tenía en la boca —. Quiero empezar ya.
Me alegra tu entusiasmo, cariño, aunque haz el favor de no acelerarte, tenemos un par de días aún y correr no nos hará irnos antes.
Por razonables que fueran las palabras de su madre, John hizo caso omiso, acabando de devorar el plato a una velocidad inhumana y corriendo escaleras arriba para empezar por su habitación sin más tardanza.
¡Te tengo dicho que dejes el plato en la fregadera!
Escuchó el grito, pero contestó fuera de tema.
¿Dónde están las cajas, o lo que sea que vayamos a utilizar!
Se oyeron pasos subiendo las escaleras y no tardó en verla entrar en su cuarto con un paquete de lo que parecían cajas sin montar.
Gracias por su atención —suspiró su madre.
Se abalanzó para abrir el paquete escuchándola resoplar enfadada, aun así ella le ayudó a montar unas cuantas, asegurándolas con cinta aislante.
Procura no cargarlas demasiado. Y pon las cosas que no se rompan primero... ¿Me escuchas?
Sí, tranquila mamá —contestó él en piloto automático.
Ella acabó por darlo por pedido y se fue, dejándole la ardua tarea de empaquetar libros, porque era casi lo único que había en la habitación.
La mañana avanzó, rozaba ya el mediodía cuando el timbre resonó lejano, sacando a John de su tarea. Las estanterías estaban prácticamente vacías y notó de golpe el cansancio, así que no dudó en salir corriendo hacia la puerta a pesar de que nunca era para él la llamada. Se cruzó con su madre en las escaleras y la hizo quejarse al pasar a toda velocidad; a veces le apetecía correr, aunque fuese para desembotarse la cabeza. Cuando llegó y cumplió su objetivo se sorprendió enormemente, en vez de algún vecino, o la señora Hills con sus encargos, era Liz; algo le dolió en el pecho por no haber pensado en ella ni un segundo desde hacía meses.

Liz llegaba cada verano a Greengarden, era algo así como el pueblo de veraneo de la familia Sallow, el resto del año lo pasaban en una gran mansión en Londres. John sólo la había visto en fotografías, pero que parecía digna de una ambientación del siglo XIX. En el pueblo el chalet más grande era la casa de Liz, no era un secreto que todo lo que la rodeaba era caro y perfecto. Fue pura casualidad conocerla de muy pequeño, y difícil enredarla para que jugara en el arenero a pesar de que su vestido celeste se podía ensuciar; hicieron castillos de arena hasta que la señora Sallow los vio y se escandalizó por el desastre que llevaba encima su hija. Desde entonces, y a pesar de que no era santo de la devoción de sus padres, Liz aparecía en su puerta con frecuencia para que la guiara en una aventura de las suyas; al menos en verano, porque luego desaparecía hasta el año siguiente sin enviar una señal de vida. Sabía que ella no tenía la culpa, aun así siempre acababa por no pensar en su regreso durante el año escolar, dejándola apartada por mal que le supiera luego, por si un año no volvía más.

Liz esperó un rato a que reaccionara, pero John no parecía coordinar, así que le habló con una soberbia digna de una gran reina y no una niña de doce años.
—Normalmente, los caballeros dejan pasar a la dama tras una cordial bienvenida —. Se notaba una aún poco pulida imitación a la señora Sallow en la voz de la niña, aunque consiguió su objetivo, que reaccionara.
—Lo siento Liz, no te esperaba y me he sorprendido.
Ella pareció sumamente ofendida por esas palabras y, frunciendo ligeramente las cejas, se dio la vuelta con indignación y echó a andar. Él, que ya estaba más que acostumbrado a los arranques de su amiga, habló siguiéndole el juego una vez recompuesto.
—Siento haberla ofendido mi Lady, si quiere puede entrar en mi humilde morada y contarme que buenas nuevas trae de la gran metrópolis.
John escuchó a su madre reír detrás antes acercarse, divertida por lo teatral de sus conversaciones.
—Hola Liz, me alegro de verte otra vez. Si queréis estar un rato aquí podéis, pero, y esto va para ti, John, recuerda que no puedes pasar de cháchara mucho tiempo.
Se le hizo raro escuchar a su madre en inglés, pero se limitó a asentir un poco triste; no había calculado la llegada de la chica, se sentía un mal amigo en todos los aspectos. Los dos subieron en silencio a la habitación, al llegar su amiga se dedicó a revisar el lugar medio vacío con la mirada.
—Os mudáis. —La voz de la chica no era ni triste ni enfadada, era más bien una apreciación lógica.
—Nos mudamos a Londres, así que este verano no nos veremos mucho... —Hizo una pausa, no estaba acostumbrado a hablar de forma natural con ella —. Pero tú vives en Londres el resto del año, ¿no? —mencionó más positivo.
—Sí, pero en Londres una no puede escabullirse, y dudo estés cerca... —contestó Liz algo melancólica.
No pudo negar ese punto inmediatamente, pero al ver a la chica dejar caer los hombros, rompiendo esa rectitud impoluta, le pareció necesaria una mentira piadosa.
—Seguro que encontramos una manera —afirmó sonriendo.
Liz sonrió de vuelta y John sólo pudo desear que realmente la hubiese. Ella estaba a punto de hablar cuando el timbre sonó de nuevo.
¡John, baja tú, por favor!
Casi resopló cuando escuchó a su madre, pero se dirigió a la puerta, sabía que Liz le seguía a pesar de que de alguna forma sus pasos no sanaban nunca cuando andaba. Al abrir vio al cartero con un paquete. Imitó la firma de su madre para poder cogerlo, era habitual, así que el hombre no le puso pegas; también recibió en mano las cartas del día, pues tirarlas al buzón hubiese sido una tontería. Todavía seguido por su amiga, fue a la cocina a dejar las cosas. Una corriente de aire hizo que las cartas se cayesen al suelo, nada más entrar, la ventana estaba abierta. Los dos se agacharon a recogerlas, y los dos se quedaron mirando una en concreto. Un lacre rojizo llamaba la atención sobre un sobre demasiado digno de una película antigua. John supo exactamente lo que pensaba su amiga por el brillo en sus ojos, y a pesar de que él tuviese curiosidad, recogió la carta antes de que lo hiciese ella y la abriera. Liz pareció molesta, pero no la miró de más para no ceder, dejando las cosas encima de la mesa y marchándose con las palabras del lacre gravadas en la cabeza "Hogwarts, draco dormiens nunquam titillandus".
Una vez arriba y con la puerta del cuarto cerrada, fue Liz la que habló, perdiendo esas formas que cada año llevaba más.
—¿Parecía latín o me equivoco? Deberíamos haberla abierto, no puedo creerme que te hayas escapado de la aventura... Seguro que era importante.
Sabía lo que su amiga trataba de hacer, pero no pudo evitar fruncir el ceño con indignación.
— A mi madre no le gusta que abra el correo y quizá es importante, tú no abrirías nada de tus padres, ¿verdad? —En el fondo le dolieron las palabras, se moría de ganas de volver a la cocina, aun así intentaba ser razonable y actuar como alguien mayor; sólo era una carta, ¿no?
—Tu madre no da tanto miedo como mis padres. — Liz sonrió lobunamente —. Pero si no quieres abrirla podemos mirar que decía el lacre, ¿no? Eso es legal.
No pudo poner pegas a ese argumento y los dos se escabulleron con sigilo al pequeño "despacho" en el que su madre tenía algún que otro diccionario. Con algo de prisa, pues no querían ser pillados, repasaron la estantería. John fue quien encontró el diccionario, un pequeño libro de tapas negras, gastadas, que en el lomo tenía escrito "latín-inglés, inglés-latín". Estirando un volante del vestido rosado de su amiga llamó su atención, y los dos volvieron la habitación con la adrenalina del investigador.
—Es raro que sea en inglés —comentó él acariciando el libro
—Es raro que hayamos encontrado un diccionario de latín tan bonito y antiguo entre las cosas de tu madre —añadió Liz como respuesta.
John tuvo que reconocer que era verdad, aunque se limitó a encogerse de hombros mientras abría el diccionario buscando la "h".
—Hogwarts no está —señaló suspirando.
—Será el nombre del sitio o algo — Su amiga habló como si fuese una obviedad y se asomó al libro.
— "draco" suena a dragón, y "dormiens" a dormir —afirmó John —. El español se parece más al latín, por eso lo he deducido —justificó al ver la sorpresa en los ojos de su amiga —. ¿Te acuerdas de cómo se escribían las otras palabras?
—Nunquam y titilandus. No, creo que con dos "l"
John buscó con velocidad.
—Nunquam es nunca, y... —Cambió de página —, la otra ¿Cosquillas?
—Nunca le hagas cosquillas a un dragón dormido.
John miró a su amiga y ésta le señaló un apunte escrito con lápiz en el borde de la página del diccionario.
—Es un lema curioso para una escuela, preguntaré si tiene algún significado más profundo —John leyó aquella estilizada letra que claramente no era de su madre.
—¿Hogwarts es una escuela entonces? —se preguntó en voz alta.
—Eso parece — respondió Liz con los ojos azules aún brillantes de emoción.
En ese momento sonaron golpes en la puerta de la habitación y guardó por instinto el diccionario en una de las cajas
—Chicos, despedíos ya, que es hora de comer.
—Vale, mamá. Ya voy.
Cuando los pasos se hubieron alejado, miró a Liz.
—Creo que será mejor que dejemos esto para mañana.
—Eso parece...—la chica habló como si se guardara algo, pero él no pudo decir nada —. Bueno, cuando abras la carta avisa, seguro que será emocionante.
Ella sabía que eso le molestaría, por lo que sólo alcanzó a verla correr con gracia hacia la salida, como si aquella fuese su casa. Únicamente le quedó suspirar molesto mientras bajaba con más calma a la cocina y escuchaba el portazo de su amiga. Al entrar en la sala, vio a su madre sostener la carta que tanta curiosidad le suscitaba y su cabeza se centró en eso. Verla temblar ligeramente mientras la guardaba arrugándola en el bolsillo le hizo creer que fuese lo que fuese no era una escuela, los nervios de su madre no correspondían a esa posibilidad, y empezó a arrepentirse de no haberla abierto él. No sabía qué pasaba, y su felicidad por la mudanza se disolvió un poco.
Con la cabeza en eso comió sin dar conversación real, luego se dedicó a ayudar a seguir empacando cosas el resto del día.
Si John pasó antes gran parte una noche pensando sin poder descansar, no lo recordaba, pero esa fue una de esas noches. Cuando se quedó dormido al fin, su preguntar no mejoró; su cabeza vagó por sueños extraños y esa sensación de flotar en el aire al caer del roble lo acompaño como si no hubiese salido nunca de su cabeza. Su subconsciente buscó respuestas repasando las escenas ahora distorsionadas por el mundo de los sueños: cartas, lacres, incluso dragones dormidos.
Cuando su madre llamó a la puerta era tarde, al menos para él que a las ocho se despertaba como un reloj. Estaba cansado como nunca y sentía el cuerpo entumecido.
Cielo, Liz está abajo, no te hubiese despertado, pero como mañana es el día...
No dejó que su madre terminara la frase.
—¡Dile que ahora bajo!

De golpe se había despertado, no quería desperdiciar el tiempo, se había propuesto durante su meditar, por descabellada que fuese, una empresa en la cual necesitaba ayuda: quería saber. Se vistió con prisa y en cinco minutos estaba abajo arreglado para salir (aunque tuvo que girarse la camiseta en las escaleras al verla al revés). Se encontró a Liz con su madre en la cocina, un plato de tostadas ya preparado, esperaba sobre la mesa blanca.

Tira por cordura: la piedra filosofalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora