El callejón Diagón

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John abrió los ojos cuando sonó la alarma. Aquella mañana, como si el día anterior fuese un sueño, tardó unos minutos en asimilar donde estaba al ver las paredes anaranjadas que no correspondían a su cuarto en Greengarden. Pestañeando de más y empezando a hacer reaccionar a su cerebro, los eventos llegaron como un ruidoso torrente, la conversación con el señor Snape y la posterior discusión con su madre fueron auténticas bombas. Se levantó de golpe y comenzó a vestirse. Miró su armario, aún medio vacío, eligiendo al final la única camiseta negra como si temiera la impresión que iba a dar en el mundo mágico. Él sabía de sobras que llamar la atención era un mal plan y, ya que no llevaba túnicas, al menos evitaría destacar de más, aunque eso traicionara ligeramente su frikismo. Algo nervioso se aseguró de llevar la carta encima (más de una vez), en ella estaba la lista de materiales. También se miró al espejo intentando domar sus rizos durante un rato, sin demasiado éxito; hacía estas cosas para tener el control sobre algo cuando estaba ansioso, pero ese día parecían inútiles. Salió del cuarto deseando que su progenitora hubiese optado por seguir durmiendo, para su desgracia, lo esperaba sentada de espaldas en la cocina. Revisó la estancia con la mirada antes de hablar y delatar su presencia, el día anterior se fue a dormir sin cenar y no había reparado en esa puerta en el comedor en su inspección. La habitación estaba forrada de baldosas blancas y entre ellas había algún motivo frutal o relacionado con la comida, como si de repente un pequeño bodegón se hubiese colado; por lo demás seguía la estética antigua del resto, con armarios de madera oscura, eso sí, menos recargados.
—Buenos días —dijo al fin, rompiendo el silencio con algo de miedo.
Su madre se sobresaltó ligeramente, no hizo su comentario habitual.
—Buenos días.
Vio que su desayuno ya le esperaba en la mesa y se sintió un poco mal a pesar de seguir cabreado.
—Gracias — expresó sentándose en la pequeña mesa.
Ella se limitó a asentir y, a pesar de lo incómodo que resultaba, no volvieron a mediar palabra hasta que John hubo acabado su plato.
—¿Es necesario? —le preguntó.
No sabía que contestar, así que por una vez se dejó guiar por la sinceridad absoluta.
—Soy un mago, ¿cómo crees que alguien diría que no? —señaló sonriente, aún incrédulo por el reciente descubrimiento.
Su madre le miró con duda, pero asintió.
—Supongo que sí, tienes razón.
En cierta manera pareció una disculpa, pero John no pudo decir más, pues el timbre sonó centrando su atención en la puerta. Corrió a abrir, pero se paró un segundo antes para recuperar la compostura y parecer todo lo correcto posible. Al abrir reconoció la figura del maestro, tan intimidante a su manera como el día anterior.
—Hola señor — saludó más inseguro de lo que admitiría.
—No perdamos tiempo — Respondió aquel hombre volteándose ya para comenzar a andar.
Cerró la puerta sin tan siquiera despedirse propiamente dicho, un poco como venganza, acelerando ligeramente para alcanzar las largas zancadas de su guía. De repente éste paró en seco, girándose a mirarle, aún no habían llegado a las escaleras, aunque era un rincón poco visible.
—Iremos de forma mágica al caldero chorreante, pero tenga en cuenta que este se encuentra en la calle Charing Cross y que puede llegar en metro —explicó el profesor dejando claro que no repetiría nada.
—¿Y qué harás ahora? ¿Qué aparezcamos allí? — cuestionó sin pensar cuando vio al otro sacar la varita.
—Exactamente.
Le agarraron del brazo y el mundo desapareció bajo sus pies, se sintió como si pasaran su cuerpo por una apisonadora y luego le dieran vueltas para marearlo. En lo que pareció un segundo de tortura infinita, el mundo se distorsionó y enrolló sobre sí mismo para acabar volviendo a su sito, irónicamente en otro lugar. Sólo pudo tirarse al suelo para que todo dejara de rodar. Vomitó justo después en lo que reconoció como un suelo de madera vieja. Todo dio vueltas como una peonza un rato más, pero pudo ver el local viejo y algo harapiento, y sentir el olor sucio que desprendía, lo que no ayudaba a sus náuseas. Unos señores con ropas extrañas habían detenido la partida de cartas en un rincón y lo observaban divertidos.
—¡Severus! —exclamó el que parecía ser el tabernero.
—Buenos días, Tom.
El tal Tom se acercó a John haciendo que desapareciese el vómito en el proceso y ayudándole a quedarse sentado mientras se recuperaba del viajecito.
—No crees que te has pasado un poco con el niño trayéndolo de esta forma —recriminó el tabernero preocupado.
Vio a su acompañante a punto de contestar, pero decidió intervenir porque deducía su tipo de respuesta y no quería causar problemas por ser un debilucho.
—Me avisó, me lo merezco por no querer venir en metro, aunque creo que no volveré a apuntarme a un viaje tan movido, lo de "teletransportame Scott" sonaba mejor en la tele —mintió intentando sonar todo lo divertido que podía con el mareo que llevaba.
El tabernero pareció desconcertado con sus palabras y John cayó en la cuenta de que era poco probable que entendiera lo último siendo un mago.
—Desde luego es un mal trago aparecerse hasta que uno no lo domina —contestó Tom a pesar de todo.
El señor Snape alzó una ceja en su dirección como respuesta a su mentira, pero no negó la misma. De alguna forma, en las manos del tabernero apareció un vaso de agua que estabilizó algo a John. Al poco rato pudo pararse con dificultad, el estómago aún le dolía.
Fue obligado a aceptar comer algo, Tom parecía tener miedo de que se desmayara por efecto del viaje. Él lo tranquilizó sonriendo con toda la entereza que pudo y agradeció su ofrecimiento. El mundo al menos parecía ahora de nuevo estable, aunque sintiera que le habían dado una paliza. Junto a la rebanada de pan, le sirvieron una bebida extraña que jamás había visto. Buscó la mirada del profesor, pero éste no pareció darle indicios de que aquello fuese a matarle, así que se limitó a probarlo. De todas las cosas de las que se había arrepentido en la vida, esa se ganó un premio.

Tira por cordura: la piedra filosofalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora