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HACHE:

—No llores.

Dejé de observar a través de la ventana para enfocar la mirada cansada de mi padre, postrado en la camilla de hospital. Nos encontrábamos en la tercera planta, pero desde mi posición podía observar con plenitud el parque que quedaba a unos metros de la entrada de este gran edificio cargado de llantos y desilusiones. Me había resultado curioso el contraste entre un lugar y el otro pese a su relativa cercanía, uno cargado de risotadas y otro empapado de olor a antiséptico y a muerte.

Durante el tiempo que mi progenitor había pasado durmiendo me había dedicado a tocar algunos acordes tristes y sin sentido hasta que mi vista se levantó y encontraron el parque. Había permanecido toda la noche sentado en búsqueda de signos que pudieran notificar una posible mejoría y por ello mis piernas, agarrotadas, me dieron luz verde para incorporarme y acercarme al ventanal.

No me di cuenta de que había empezado a llorar hasta que la voz grave y afónica de mi padre me despertó del ensimismamiento en el que me había sumergido, pero podía acusar de culpable por ello a mi propia mente, que se había puesto a divagar y a comparar las diferentes vidas que quedaban abajo, deslizándose por las resbaladeras y balanceándose en los columpios, con la mía. Aquellos niños vivían sin preocupaciones, con la garantía de que sus padres los recogerían del suelo tras una metedura de pata si es que los dejaban caer. Yo, en cambio, tenía diecinueve años, un padre al borde de la muerte y un corazón hecho trizas con escasas probabilidades de recomponerse.

—No estoy llorando.

—Y yo estoy bailando la conga con las enfermeras de la planta siete. Deja de mentirme, jovencito... —Su tono irónico se quebrantó por culpa de una tos bastante preocupante.

Sentí que se me encogía el corazón un poco más.

—No deberías hacer esfuerzos, estás... —hice una pausa por lo doloroso que era admitir mis siguientes palabras en voz alta—. Estás enfermo, deberías descansar. Necesitas... Descansar.

—No soy yo el que tiene tres trabajos al día y duerme dos horas.

Sonreí, cansado.

—Estás convirtiendo esto en una competición cuando sabes que tú necesitas más que yo.

—No, eso no es cierto. Tu madre se fue cuando eras pequeño y gran parte de tu familia te dio la espalda. Tu tío vive en otro estado y no tienes más remedio que estar aquí delante, viendo cómo tu padre se muere. Dejaste de vivir hace mucho, Hach, estás muerto en vida, y eso es peor que lo que me está ocurriendo a mí. Siento tener la culpa de eso.

Solté un suspiro intentando de cubrir un sollozo y sorbí por la nariz.

—Deja de decir que te mueres.

—¿Crees que es conveniente que te mienta en tus narices?

—Eres psicólogo, deberías saber que eso no es lo que necesito escuchar ahora.

—A veces es necesario una dosis de realidad, por mucho que no quieras escucharla. Además, soy tu padre, no puedo tratarte. Hache...

Pero no pudo continuar con su discurso porque yo mismo le interrumpí:

—¿Por qué, papá? ¿Por qué la vida tiene que quitarme tanto y a otros tan poco? ¿Por qué me deja sufrir tanto? ¿Qué he hecho?

Mi padre negó con la cabeza observándome derramar las lágrimas que durante años había estado conteniendo para hacerme el fuerte frente a él.

—No has hecho nada, esto es tan solo una horripilante casualidad en un ciclo macabro que no puedes remediar.

—Odio las casualidades.

La Mecánica de los Corazones Rotos ✔  [#HR1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora