—¡Eliazar!
Rápidamente se despaviló. El Omega abrió los ojos con el corazón en la boca, miró para todos lados, oscuridad plena. Apenas una pequeña franja de luz le permitió saber que seguía vivo. Se sintió sofocado y levantó la cabeza un poco, aturdido. Sintió la ropa debajo de él, al lado de su mejilla marcada. Se había dormido de vuelta dentro del ropero. Al principio no recordó el porqué, pero cuando oyó su nombre siendo gritado volvió a encogerse de cuerpo entero y a ocultarse entre los abrigos grandes y calientes. Permaneció ahí por unos minutos y se paralizó, quietecito, cuando abrieron las dos puertas del ropero y la luz se filtró por todas partes.
Eliazar no movió ni un pelo, no dijo palabra alguna. El aroma puro de su Alfa entró y le cubrió los pulmones, picante, fuerte, tan chocante que sus piernas se estremecieron y la humedad de su entrada le dió la bienvenida. El rizado se encogió y sus facciones delicadas se fruncieron cuando el hombre apartó las prendas, revelando el pequeño rostro a la luz del día. Eliazar se encogió, alzando las manos para protegerse. El Señor permaneció en silencio un breve momento, alto, dominante, tan grande que el Omega se estremeció y apartó la cabeza, mostrando su cuello en acto de sumisión ante él.
—Basta de juegos —habló. Su simple sonido hizo que se pusiera rígido, soltó un gimoteo y salió del ropero con su ayuda. Él lo alzó y luego lo dejó en la cama, la humedad de Eliazar le llegó a la nariz e hizo que sus ojos se dilataran suavemente. El pequeño lo miró con grandes ojos, retrocediendo cual cazador ante una bestia abominable y terrorífica. El Omega se arrastró por la cama, pero cuando él le rugió por lo bajo se detuvo. Obediente. Sumiso. ¿Cómo no pudo evitar abrir las piernas? Fue automático. Un simple rugido de sus labios y sus instintos cedieron con rapidez. El Alfa miró las piernas blancas abiertas, la mano pequeña, delgada y con los nudillos sonrosados que apretaban la tela de su camisa para cubrir sus partes íntimas.
Sus mejillas ardieron fuertemente, el calor caracterizó la piel de su cuello, su pecho. Aquel arrastró una mano pesada por las piernas desnudas, aventurando su tacto hasta la ropa interior delgada, delicada y húmeda. El Alfa soltó el aire pesadamente, ojos dilatados por el enojo, por el calor que aquél pequeño y diminuto ser extendía por la habitación. Evitó excitarse, pero los ojos cristalinos y entrecerrados de su pequeño lo observaron entre el miedo y el deseo. Le gustaba tenerlo así, con las piernas extendidas y las manitos apretadas. El aroma de sus feromonas prendieron algo en él que no pudo detener.
Espeso, hermoso. El Alfa se agachó, se puso de rodillas bajó la atenta mirada del Omega. Rodeó sus piernas con las manos y lo atrajo hacia sí. Su olor a había vuelto más apetitoso, suave, adictivo. Había algo diferente en Eliazar que lo volvía hambriento y necesitado de él, incluso más fuerte que su celo, que su caliente faceta húmeda y risueña. Lo miró con ojos intensos, dilatados, suavemente le bajó la ropa interior blanca.
La tela se deslizó por la piel erizada. Eliazar miró ansioso al Alfa, quiso cerrar las piernas por puro instinto, pero él gruñó. Cedió ante su pedido y apartó la mirada. Las feromonas inundaron a las dos almas, se pegaron en la piel del otro y el más grande hundió la nariz en el aroma exquisito. Eliazar sintió su lengua, sus mejillas se calentaron aún más y sus manos nerviosas se enterraron en el cabello del Alfa.
—Más... despacio —susurró el pequeño, sus muslos chocaron contra las sienes del hombre. Grandes ojos dilatados se alzaron, el espeso lubricante en los labios. El deseo, las feromonas. Eliazar se encogió, los gruesos dedos soltaron sus piernas, el rojizo decoró la marca y el Alfa avanzó por su vientre. Su nariz olisqueaba la piel inundaba de feromonas dulces, diferentes. Algo en él hacía que sus pantalones apretaran, que se le estrujar el estómago de deseo. El hombre levantó la camisa y observó los pezones rosados. Sus ojos se detuvieron en la carita rojiza, los labios húmedos y los rizos desechos. Su Omega, suyo, su deseo y anhelo más fuerte.
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Llanto de cachorro
WerewolfEl derecho a decidir por su cuerpo y vida acabó en el instante que él lo miró a los ojos. Su aroma, su presencia, toda su dominación eran fuertes bofetadas contra la piel y eso le gustaba. No había tantas explicaciones. Le gustaba. Le encantaba. ¿E...