llanto de cachorro

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A mamá lo mataron entre cuatro

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A mamá lo mataron entre cuatro.

Creo que fue el día de su cumpleaños. En agosto o julio, no me acuerdo. Yo solo sé que vi las cuatro sombras escaparse durante la madrugada, riéndose, fumando, como si treinta minutos antes no hubieran reventado una botella de vidrio en el interior del vientre de alguien. Cuando me acerqué a su cuarto, lo vi.

Todavía estaba vivo. Al menos, eso sentí. Creí esa vez que me esperaba a mí antes de morir, de cerrar los ojos. Pensé que tal vez era su deseo por ser rescatado, acariciado. Estaba rojo. A mamá siempre le quedó bien el rojo, incluso si fuera su propia sangre. Sus ojos me miraron en silencio, agitado, mientras de la boca le brotaba de todo menos las palabras. Ahí estaba mi mamá, con todo el útero reventado, el estómago hinchado, cortado y amoratado. No sabía cuánto tiempo había estado ahí, con ellos. Solo sabía que algo malo iba a pasarle.

Todo el mundo esperaba que mi mamá se muriera. Y ni siquiera la muerte le quitó la cara linda, los ojos brillosos. Lo vi elevar apenas la mano, mientras se ahogaba en el burbujeo escarlata de su boca. Me buscaba, lento, débil.

—Perdón —susurró. Él nunca pedía perdón. Ni siguiera sabía si él era consciente de lo que significara, ni yo tampoco. Mamá me dejó huérfano y me pidió perdón, todo el mismo día que la muerte lo visitó. Tenían que destruirle el cuerpo y sacarle las ganas de vivir para que lo hiciera. Tal vez si yo me moría, lo hubiese escuchado de igual manera. Cansado, callado, casi sin el sentimiento que esa palabra debería cargar. Lo sentí como un deber de su parte.

Todo el mundo odiaba a mi mamá. Porque le arruinó la vida a papá, porque nunca supo ser una madre, ni tampoco supo ser persona. Mamá era de todo, menos esas dos cosas. Siempre decía que los hijos eran un karma y tal vez por eso yo salí igual a él.

Los mismos ojos, el mismo cabello, el mismo tono de piel. Mi existencia se lo tragó por completo. Mamá me dedicó sus últimas lágrimas, pensé que por fin podía sentir en él una pizca de alma, de algo. Sus ojos empezaban a dilatarse de forma monstruosa y pensé que había terminado.

Él se quedó quieto para toda la eternidad en mi imaginación. El cuerpo delgado era una cuna de golpes violáceos y oscuros. Lleno de mordidas, de cicatrices. Los otros Omegas no tardaron en llegar. Y el coro de cuerpos flaquitos y frágiles se hizo presente. El aroma a muerte de mamá se mezcló con las feromonas dulces de los otros. Todos lo querían muerto, todos lograron hacerlo.

Y yo lo sabía.

Y no se lo dije. Porque hablar con mamá es difícil. A mamá no le gusta lo que soy yo. Un Alfa. Me quiso mucho hasta que me crecieron los colmillos y los ojos se me tiñeron de rojo. Así como mamá ahora, lleno de sangre. Y mamá se olvidó de cómo ser mamá. Y un Alfa recién iniciado no pertenece en una casa de Omegas. Porque no todos los seres delgados y bajitos temían por mis colmillos, ni mi aroma.

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