cinco

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El auto se detuvo frente al portón negro de su hogar. Eliazar se quedó estático, observando por la ventanilla la tarde oscura que le ponía la piel de gallina. Se encogió, cubriendo la desnudez de sus piernas y presionando su vientre. El Alfa a su lado se quedó en silencio, sus ojos se volvieron hacia el pequeño, suspirando.

—Eliazar... —susurró. El Omega negó, volviéndose hacia la puerta. Rápidamente la abrió y salió de ahí. El Alfa gritó su nombre, buscándolo. Eliazar corrió hacia el hogar, empujó la puerta, atravesando los ojos curiosos de los empleados, callados y observando la situación. El Alfa lo siguió detrás, subió las escaleras, escuchando sus pasos acelerados.

Casi lo tomó del brazo, pero Eliazar alcanzó la puerta y se metió de lleno a su habitación. El hombre apretó la mano contra el marco, gruñendo al sentir el golpe de la madera contra la piel. La sangre brotó rápidamente de la herida abierta y Eliazar se alejó, asustado. El Alfa empujó, cubriendo el temblor mientras las gotas de sangre decoraban el mármol del suelo. Su ceño se frunció, doloroso, enojado, tan agitado que el pequeño frente a él no supo qué otra cosa hacer más que retroceder por el miedo de sentir su aroma fuerte penetrando la habitación.

—No me hagas nada —murmuró bajito, temblando. Se quedó quieto, mientras el escarlata se deslizaba por su brazo. Lentamente cerró la puerta, cada crujido, cada pequeña acción aumentó los latidos de aquél pequeño. Eliazar lo miró con grandes ojos—. Perdón. Perdón.

—No te disculpes —respondió. Sin embargo, Eliazar notó el desagrado en sus palabras. Ambos se quedaron ahí, quietos, de pie en aquella habitación que los abrigó en largas noches de pasión, desnudos, calientes, sin aliento alguno mientras se abrigaban en la calidez del otro. Muchas veces el aroma de ambos se fusionó entre las sábanas, entre las paredes, testigos de su gran atracción y química. El Omega, sin embargo, no podía pensar en otra cosa que no fuera en el cachorrito. En que si él se quedaba dormido probablemente despertaría con el útero vacío y el hijo reventado en sangre. Las primeras veces que pasó no le importó, no lo hizo, pero ahora algo lo anhelaba. Tal vez porque era lo único de él que podría ser suyo realmente.

Porque aunque lo tuviera entre las piernas, aunque captara toda su atención aquel Alfa jamás lo sacaría de ahí. Jamás sería su Omega de verdad. Eliazar bajó la mirada, aterrado, presionando su vientre.

—No me lo quites —sollozó bajito, lágrimas calientes bajaron por sus mejillas. El Alfa lo miró en silencio—. Quiero tenerlo, por favor. Te prometo ser bueno, ser todo tuyo después de él. Pero lo anhelo. Quiero que mi barriguita se llene de un cachorro, quiero sentir sus latidos... tal vez así sentiré que hay alguien a mi lado. Porque tú no... Tú no estás.

—Lo estoy —habló, acercándose. Quiso tomarlo de la mano pero el Omega negó, cerrando los ojos con fuerza. Le dolía ponerse en contra del Alfa, hacía que su corazón ardiera. Eliazar gimió bajito, encogiéndose cuando la mano sana del hombre lo tomó del rostro. Sus ojos dilatados observaron los cristalizados. Suavemente bajó a su cuello limpio, terso y blandito. El aroma de Eliazar había cambiado, pensó. Suavemente acercó su nariz a la zona, apretando los dedos en sus caderas regordetas. Eliazar sollozó, pero le mostró el cuello cuando sus colmillos rozaron su piel. El calor entre ellos se intensificó de un minuto a otro. Miró su short corto, sus piernas gruesas, su vientre levemente lleno de un pequeño ser. El Alfa lo miró, jadeante, suavemente avanzó, haciendo que el otro retrocediera hasta chocar contra la cama. Lo atrajo hacia su cuerpo, y su entrepierna hizo visible su tacto cuando el vientre bajo del pequeño lo notó. Abrió los labios, sonrojado, levantó la mirada cristalizada y el alfa lo tomó de la nuca. Unió sus labios en un fogoso beso húmedo y necesitado, extraño, diferente. El Alfa presionó su miembro erecto contra el vientre ajeno, quería que lo sintiera.

Llanto de cachorro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora