Prólogo

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Le gustaba contemplar las estrellas cada noche. Esperaba a que su madre estuviera completamente dormida y se escapaba de puntillas hasta cualquier ventana o hoyo que le permitiera ver al cielo. La inmensidad de lo negro decorado con puntos de luz brillantes, lo bonito era saber que a donde quiera que fuera él no cambiaría.

La llevaba a una época distinta, una en donde la puerta no se hallaba cerrada para ella, cuando en su cabeza no se repetían las advertencias sobre lo que le podría pasar si salía fuera sola.

Le resultaba bastante lejano comparado con la actualidad. No había hora que la perdieran de vista, la obligaba a guardar silencio en todo momento, cada pisada que escuchaba le aterraba de miedo. ¿Por qué? Ella no lo sabía, le asustaban las reacciones de su madre cuando algún desconocido tocaba su puerta.

No recibían visitas, no tenían familia, aparte de contar una con la otra.

Que es una ventaja si vives como fugitivo.

Huyeron hasta donde sus pies se lo permitieron. Vivieron en todo tipo de posadas, graneros, sótanos. Cruzando de acera cuando avistaban gorros de piel y keftas de lana, evadiendo forjar relaciones y encariñarse con lugares.

Ella seguía sin entender. ¿Por qué no podía jugar con los otros niños? ¿Por qué tenían que estar constantemente en movimiento? ¿Por qué su madre no le dejaba apagar las luces?

La primera vez su madre palideceó al quedar sumergida en las sombras a plena luz del día, su hija quería darle una sorpresa y la tomó desprevenida lo siguiente. Vio una larga fila de emociones pasando por sus rasgos, casi se echa a llorar, pero en su lugar la abrazó lo más fuerte que pudo contra su pecho y salieron de casa sin dar tiempo a que la niña asimilara que sucedía.

Igual ocurrió a los seis años, en un arranque de furia sin sentido alguno salieron ráfagas oscuras de sus manos y rompieron una silla de madera en dos, frente a sus ojos.

A los ocho faltó poco para que la descubrieran haciendo flotar dos esferas negras en medio del mercado porque se aburrió esperando.

También a los diez, cuando por rebeldía dejó bajo un apagón su último hogar, incluyendo a los pocos que tenían como vecinos.

Era una tortura, su cuerpo se debilitaba cada segundo que no usaba sus habilidades. Se hacía lenta, enfermaba con facilidad y hasta la más mínima actividad pesada era insoportable.

Si hacía caso a los instintos primarios traía consecuencias. No podían quedarse, ningún sitio parecía el definitivo. Ella se sabía el procedimiento, se irían a otro pueblo, o casas abandonadas en zonas apartadas. Mantenían un perfil bajo hasta el siguiente desliz.

¿Acaso ella tenía algo de malo? No, por supuesto que no. Su madre le explicó que algunas personas son un tanto especiales y lo especial puede asustar. Ella no le veía sentido, ¿ser especial no es bueno? Se callaba sus dudas para si, hace tiempo que su madre y ella no tenían conversaciones casuales.

Creyó que ya habían recorrido todos los posibles rincones del mundo y quiso estar en lo correcto. Varias veces su madre se propuso llevar a cabo su último recurso, pero moría en su garganta antes de tener el valor. No pensaba que en serio fueran a hacerlo, que fueran a cruzar al otro lado de Ravka y menos mediante la Sombra. Era consciente de que cada nueve buques que entraban dos no llegaban al otro extremo.

Las opciones se fueron agotando, y los lugares disminuyendo. Sin dar un previo aviso después de su cumpleaños número doce subieron a ese esquife de aspecto inestable y viejo junto a tres familias con igual aspecto desesperado. Le correspondió el apretón nervioso a su madre y cerró los ojos. Se imaginó que seguía en su cama, arropada bajo las sábanas, escuchando los pájaros cantar. Después de todo era un poco de oscuridad, luego estarían bien.

Dulce Penumbra |Sombra y Hueso Donde viven las historias. Descúbrelo ahora