S I E N N A

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— Estáis... ¿grávida, mi señora? - había preguntado el príncipe Axys Targaryen al notar el bulto en que se había transformado su vientre, tras la reverencia todavía armoniosa de Sienna Stark -. ¿Cuánto?

— Cinco meses, según el maestre Robert.

— ¿Del dragón? - Sienna lo habría tomado como un insulto, pero ni el príncipe ni Sienna habían vivido lo suficiente COMO para conocerse mutuamente, de modo que lo dejó pasar.

— Sí, alteza.

— Deberíais estar en Rocadragón, entonces, mi señora - el rostro tanto de preocupación como de alivio se remarcó en los ojos castaño-violáceos del príncipe -. Vos y ese bebé sois miembros de la familia real ahora. No puedo poneros en peligro. Estamos en guerra.

         Estaban en guerra, pero Sienna Stark lo disuadió con elocuencia y su estadía en el campamento no estaba en discusión.

          Habían instalado el campamento a pocas leguas de la entrada sur de Desembarco del Rey por lo que Sienna había tenido que rodear la ciudad para dar con ellos, tras encontrarse con las puertas atrancadas mientras no terminaba por creerse el humo, las llamas y el caos que reinaban tras los altos y gruesos muros de la capital.

          Las carreteras del Camino Real, del Camino Dorado y del Camino de las Rosas estaban atestados de comerciantes y de populacho que había caminado incontable terreno para entrar a la ciudad a comerciar, a buscar una mejor calidad de vida y para ver al dragón.

          Todos hablaban de lo mismo.

         Al principio, Sienna Stark había creído que hablaban de dragones sin alas y la noticia de que el príncipe Aloys Targaryen había tomado posesión del Trono de Hierro la había desconcertado. El príncipe Aloys residía en Valyria y la sucesión tenía que pasar por encima de al menos seis cabezas antes de que la corona descansara sobre él, por lo que tampoco entendía el hecho de que las puertas de la ciudad estuvieran cerradas.

         Pero luego vio las llamas, el humo, el olor a azufre, a carbón, a carne quemada, oyó los gruñidos en el aire y comenzó a creerlo un poco más, aunque nunca llegó a ver a ningún dragón extender sus alas en el aire, porque los dragones no existían en aquel lado del mundo.

          Axys Targaryen no tenía más de mil quinientos soldados en su pequeño campamento. Demasiado pocos hombres como para tomar la ciudad por asalto ni menos para realizar un asedio. No tenían más que tiendas en el suelo sin catapultas ni arietes, aunque ya habían comenzado a cortar árboles y se encontraban en la labor. Pero también se sorprendía de que Aloys Targaryen no hubiese enviado a la guardia de la ciudad, que los superaba en número, para haber tomado a su sobrino en prisión.

— Quizás no quiera derramar sangre de su propia familia - había cavilado, cabalgando junto a ella, lord Gasper Arryn -. Ningún dios perdona ser un matasangre.

— Así no es cómo funciona, mi señor - lo quiso educar. Gasper Arryn la superaba en edad por dos años, pero el joven señor no había salido demasiado del Nido y había visto poco -. Si el príncipe Aloys quiere el Trono de Hierro tendrá que luchar. No se puede gobernar con las puertas cerradas o tarde o temprano alguien las echará abajo. A menos que le cortes la cabeza a los que esperan afuera.

          Axys Targaryen había sonreído como si el sol, el aire, el vino y las mujeres se hubiesen presentado eternos ante él al ver los estandartes azules con el halcón y la luna ondeando tras de ellos, al mando del Guardian del Oeste, así como la trucha saltante en azur y gules al mando de Ian Tully, el hijo mayor de lord Nestore Tully con quienes se habían encontrado pasado el Ojo de Dioses tal y cómo habían acordado y a quien Sienna debía ubicarle un puesto en el nuevo Consejo Privado, seguido por una hueste de quince mil hombres, además de ella, su consejera de los edictos, cabalgando en medio de ambos señores, para entregarle la victoria que tanto esperaba.

Poniente III: Corona de CuervosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora