M E E R E E N

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Encontraron al niño durmiendo entre las gruesas escamas rojizas de la cola enroscada del dragón, en lo alto de la gran pirámide de Meereen. El fuego de dragón que había descendido sobre la ciudad todavía ardía incandescente en la roca, y el viento mecía las cenizas negruzcas del Templo de las Gracias como hojas marchitas de una montaña derruida.

Un centenar de gracias rojas habían ardido también mientras copulaban en una celebración del día del nombre del joven Kenzakaz Zo Loraq, quien también había perecido, junto con una docena de otros nobles, gracias blancas y la misma Gran Gracia Verde, Dazzana Dhazak, quien había sido rescatada con toda la carne viva del cuerpo, sin cabello, sin nariz, sin ojos y sin lengua, y que había tardado tres días en morir.

Muchos nobles y otros tantos de pueblo se habían escondido en las bases más profundas de sus pirámides, y otros más habían huido a Astapor y a Yunkai, o por mar, para habitar en sus mansiones estivales en el Skahazadhan. Pero él no podía huir. Él era el Príncipe de Meereen y era un Hombre Libre, y los libertos no huían de la tierra que les pertenecía por regalo del mismo dragón que anidaba y hacía cueva de los niveles más altos de la pirámide principal de la ciudad.

Milös había dirigido la incursión en persona, acompañado por cuatro hermanos libres, cuatro bestias de bronce y cuatro inmaculados, todos armados con lanzas y espadas laceradas a modo de precaución, pero que Milös había ordenado no utilizar. Milös sabía que no había arma en el mundo que pudiera acabar con un dragón.

Cuando se encontraron con la bestia, el animal dormitaba profundamente, entres destellos humeantes, respirando quieto como una brisa fuerte de otoño. Milös y su comitiva no habían sido demasiado discretos al entrar, puesto que habían tenido que remover escombros y piedras derretidas, pero el dragón no se había despertado. Incluso cuando Milös se atrevió a tocarlo, se atrevió a sentir la calidez de sus escamas, el dragón no se movió. Fue entonces que se percató del niño desnudo que se acurrucaba junto a él.

— Ha parido - susurró Ginseng el Bello, quien siempre había sido mejor espada que con intelecto -. Ha parido a un niño rubio. La dragona ha sido madre.

— Imposible - respondió Yan -. Los dragones ponen huevos, no ponen humanos.

— ¿Qué es, entonces, adoración?

— Es un niño - respondió Milös, tomándolo en brazos.

Milös no se creía que el dragón hubiera parido a un ser humano, pero tampoco se explicaba qué hacía el niño ahí. Imaginó que el pequeño pudiera haber sobrevivido, de alguna forma, al ataque del animal en alguna aldea, que hubiera sido regurgitado desde el estómago del animal, pero ni siquiera aquello tenía sentido.

El niño no tenía quemaduras ni heridas, solo manchas carbonizadas en la piel, el cabello rubio chamuscado que mostraba signos de haberle llegado hasta los hombros, y un dimito pene rosa pegado a su pubis, contraído del frío mientras lo separaba del animal.

— ¿Tiene cola? - volvió a susurrar Ginseng el Bello.

— Tú acabarás con cola cuando te meta la lanza por el culo si no te callas.

— Pero, entonces, ¿qué es?

— Es un niño.

— Un niño de cabellos dorados.

— De la vieja Valyria.

— No quedan humanos con sangre de la vieja Valyria más que los ponientis.

— Este niño no puede ser ponienti.

— No, pero tiene los ojos liliáceos - apuntó Milös tras levantar con delicadeza uno de sus párpados -. ¿Puede que sí sea? ¿Un Targaryen?

Poniente III: Corona de CuervosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora