¿Dos chicos enamorados encima de una cornisa? Nadie tiene la menor duda de que pretenden acabar con sus vidas, y el barrio entero entra en acción para impedirlo.
Claro que no todo es siempre lo que parece.
¶ Está historia NO es de mi pertenencia, e...
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3 Juwon
Con solo verlo pasar, supe adónde se dirigía el periodista narigón: al taller de Juwon. Era obvio, todos habían ido allí. Juwon tiene bien contabilizadas sus intervenciones en los medios: apareció en cuatro noticieros de televisión, tres revistas y dos diarios. Hasta habló en directo con no sé qué locutor famoso de la radio. Y todo para nada.
Les voy a decir una cosa: en este barrio hay gente que sabe mucho y dice poco. Otros, en cambio, cuentan mucho más de lo que en verdad saben. Juwon es uno de ellos. A fin de cuentas, él apenas estuvo en dos oportunidades con el papá de Jungkook, cuando le llevó el auto a arreglar. Pero a los chicos, a Romeo y Julieta, no los vio nunca. Aún así, habla.
Y como, aquella tarde yo estaba apoyada en el mostrador de la tienda haciendo mis habituales apuestas mentales sobre adónde se dirige la gente. Los veo pasar y por su manera de caminar, por las miradas, por la tensión de los cuerpos, apuesto a que van a girar a la izquierda, al banco, o a la derecha, a la carnicería, o que tal vez crucen hacia la escuela. No pretendo decir que sea un entrenamiento brillante, pero es una manera como cualquier otra de matar el aburrimiento. Otras veces, cuando hay pocos clientes, veo K-Dramas en televisión. Muchos K-Dramas. Mi tía dice que ver tantos K-Dramas me achica el cerebro y que con 18 años podría ocuparme de cosas más importantes. Sí, tal vez, pero me divierto. Es que a mi realmente me fascinan las historias de amor. Debe ser por eso que me metí en este asunto.
Pero volvamos a lo nuestro. Les decía que estaba segura que el narigón iba donde Juwon, pero él me sorprendió: se detuvo y volvió sobre sus pasos, hasta la tienda. Durante unos minutos observó las golosinas. Era la primera vez que yo podía mirarlo de cerca. Tendría unos treinta y tantos años. Era flaco y sobre su imponente nariz llevaba puesto un par de gruesos anteojos. Me pidió entonces un paquete de chicles. Cuando le estaba dando el cambio, preguntó por Romeo y Julieta. Lo soltó mirando para otro lado, como si no quisiera darle demasiada importancia al asunto.
— Estoy seguro de que usted conoce a esos chicos a los que apodaron Romeo y Julieta. Tal vez pueda contarme algo sobre ellos.
Le contesté que no podía ayudarlo demasiado: nunca los había visto personalmente. Pero el siguió preguntando. Quería saber si yo era antigua en el barrio, cuántos años tenía la tienda de mi tía, que tal eran los vecinos... Tardó unos diez minutos hasta que por fin soltó lo que se traía entre dientes: me ofreció trabajo de guía. Suena raro, sí, pero eso es lo que quería. Que yo oficiara de abrepuertas. Tenía la impresión de que conmigo iba a lograr que la gente le contara lo que no le había dicho a los otros periodistas.
Honestamente, no sé bien por qué acepté. No fue por plata, de eso no tengan duda. Lo que me ofreció no era suficiente para tentar a nadie. Creo que me gustaba la idea de ver cómo trabaja un periodista, que me hacía sentir importante guiarlo por el barrio. O tal vez no fue más que una excusa para abandonar la rutina por un par de horas diarias. Eso fue lo que acepté: solo un par de horas al mediodía, cuando mi prima solía remplazarme en la tienda.