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Deambular por el pueblo durante la noche era lo último que la muchacha esperaba hacer tras haber obtenido su arma sagrada. No quería admitirlo, pero se sentía como un polluelo que acababa de salir del cascaron. Con tal mala suerte de que no se encuentra en el nido, sino en el estómago de algún zorro.

Aunque a esas alturas era lo de menos. ¿Qué era peor? Como las cosas terminaron de golpe y porrazo, sin duda. El final de la ceremonia había sido nefasto. 

La madre superiora abandonó la capilla como alma que llevaba el diablo. Clarise no pudo mediar palabra con ella. Los murmullos se habían apoderado de las lenguas feligresas, sinhuesos ladinos que no dejaban escapar oportunidad de opinar. No fue hasta que Malorie aplaudió con una falsa sonrisa en el rostro que las monjas dejaron de cuchichear. Tras eso, silencio. Un silencio que cada vez pesaba más, como cuando tenías que ir al campo a recoger el trigo y no podías parar a descansar mientras el sol estuviera alto.

Por supuesto que aquello no era el campo, y el sol no representaba nada para las esposas del señor. Así, la primera hermana se levantó con el objetivo de abandonar el oratorio. Después otra. Y otra más. La capilla se iba vaciando bajo la atenta mirada de la monja de rojo. 

Solo entonces volvió a dirigirse a Clarise, cuyos ojos la enfrentaron sin temor. Andrew se preguntaba cómo era posible plantarle cara a la madre Malorie de esa forma. Después de todo, no eran pocos los meses que había pasado junto a ella —entre entrenamientos y demás cuestiones— y jamás se acostumbraría a esos ojos verdes tan perversos. En cambio, para Clarise eran unos cristales verdes transparentes. ¿No era más difícil, acaso, tratar de ver a través de una cortina blanca, opaca, nubosa y espesa? Porque así eran los ojos ciegos de Audrielle. Reflejos borrosos indescifrables.

Pero la transparencia no podía equipararse a la verdad. Eso era algo que Clarise aún no había pensado; algo que debía aprender. 

Y lo aprendería. La monja de rojo  felicitó a la rubia por haberse hecho con tan magnífica consagración. «Nos vemos esta noche, querida pupila»  le dijo antes de recorrer el inmenso pasillo del oratorio, seguida del joven que siempre la acompañaba.

En un principio, Clarise creyó en la posibilidad de que la madre Malorie estuviera tomándole el pelo. ¿Qué podría hacer en las fauces de la noche una «exorcista» que acababa de recibir su arma sangrada? Audrielle siempre lo decía, «A ti te van a engullir los demonios». Aunque si Clarise lo pensaba bien, normalmente decía esas cosas cuando la tumbaba de un movimiento.

—Dime Clarise Grant, ¿por qué crees que cada vez hay menos exorcistas?

«No será porque no sean necesarios, eso seguro» pensó. Los demonios, igual que los ángeles, eran criaturas cualitativamente diferentes a los seres humanos. La única forma de librarse de ellos era por medio de exorcismos, sin embargo, el exterminio de un demonio traía consigo una plaga, una maldición o ambas; porque eran males remanentes. De modo que la razón debía estar relacionada con ello. La lucha interminable con el mal, el rastro del mal y el nuevo nacimiento del mal. 

Y así todos los exorcistas terminaban devorados o poseídos.

—Porque el remedio es peor que la enfermedad y... porque todos tienen un final trágico.

La mujer arqueó una ceja, genuinamente sorprendida.

—¿Eso es lo que ha dicho Audrielle?

Clarise tragó saliva. El urgente pensamiento de que todo lo que había escuchado hasta entonces podía ser mentira se adelantó a los acontecimientos, y no podía evitarlo. Audrielle se había limitado a soltarle los pedazos de información que le convenían. ¿Quién era Elsie? ¿Por qué había decidido adelantar la ceremonia? Y Malorie... esa mujer no parece ser solo una "vieja amiga". ¿Quién trataría así a una vieja amiga? La madre superiora medía sus palabras y actuaba con cautela cuando la monja de rojo estaba presente.

No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora