𝖁𝕴. 𝕰𝖓𝖙𝖗𝖊𝖓𝖆𝖒𝖎𝖊𝖓𝖙𝖔

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Se flotaba los brazos gruñendo por lo bajo. Ahora daba las gracias de que las monjas no hubieran tenido la cortesía de ponerle un espejo en aquella cueva, o de lo contrario podría ver con sus propios ojos el estado tan deplorable en el que la madre superiora la había dejado. Lo que, ni más ni menos, heriría su orgullo a niveles insospechados.

Le dolía todo el cuerpo. La vieja huesuda le había dado una paliza en toda regla, sus hematomas eran la prueba innegable de que la madre Audrielle en algún momento fue una guerrera como ninguna otra. Al menos, esa era la sensación que Clarise sentía al verla danzar haciendo uso de sus artes marciales.

Era increíble. Una enajenación como poco. Que aquella anciana fuera capaz de saltar y golpear con tanta fuerza parecía un sueño irreal. Que pudiera correr, esquivar e inmovilizar a Clarise con tanta facilidad sin duda resultaba inverosímil.

Era un saco de huesos y pellejo. ¿Cómo diablos podía pelear así? Sus destrezas eran admirables, pero también inhumanas.

Lo peor era que la madre superiora tenía razón cuando proclamaba que la mujercita era una insolente. Clarise se había empecinado en entrenar sin conocer previamente las características de aquella formación. Y estaba pagando las consecuencias.

Audrielle presumía de conocer a fondo donde se hallaba el límite que tenían las muchachas impetuosas como Clarise, tal vez por eso pretendió llevar a la rubia al extremo. Conseguir que se arrepintiera de haber decidido convertirse en una monja exorcista. La verdad era que la monja no quería que la joven de los Grant tuviera el trágico destino que portaban los exorcistas de Pluckley.

Había accedido a ordenarla solo con un objetivo en mente, asegurarse de que en el pequeño pueblecito no volviera a haber ningún exorcista. La chica tenía que rendirse, por su bien. Y la única forma de lograr que desistiera era haciendo que sintiera el dolor y la frustración.

El dolor físico. Levantarse cada mañana con cristales punzantes en las plantas de los pies, finos clavos en cada hebra de músculo.

Frustración abrumadora. Sentir derrota tras derrota, dura e implacable. No ser capaz de ver el final de un ciclo de fracaso.

La madre superiora se olvidaba de que Clarise jamás aceptaba el vencimiento. Creía, erróneamente, que era una floja. Una ingenua que buscaba respuestas en las estrellas. Se equivocaba. Porque si a la rubia le decían "no salgas", ella salía con la cabeza bien alta. Si le decían "no entres", ella se abría paso al son de una fanfarria.

Podía ser impulsiva, quizá arrogante y por supuesto, testaruda. Pero también perseverante, y aquella era una virtud muy poco común en jovencitas como ella.

A la hija del granjero no le importaba perder la cuenta de los moratones que tenía en la piel. No le importaba tener que levantarse cada mañana sintiendo que estaba en un nido de aguijones de avispa. Ella solo quería conseguir lo que se había propuesto. Eso era encontrar a aquel diablo y mandarle de vuelta bajo tierra, donde debía estar el gehena.

Así, pasaron los días. Como si cada tarde de entrenamientos fuera una sesión de tortura en la que Clarise terminaba recibiendo una golpiza.

Sentía que no mejoraba ni un poco. Quizá lo más correcto sería decir que por mucho que avanzara, no tenía caso. Cuando Clarise daba un paso hacia adelante, Audrielle se alejaba dos más. La distancia entre las dos no se reducía.

—¿Qué tal hoy?

La hermana preguntó mientras depositaba una bandeja con té caliente en la pequeña cama de Clarise, pues en su pequeña cueva no tenía nada más que una cama para poder dormir calentita, protegida de la humedad de la piedra del subsuelo.

No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora