𝖁𝕴. 𝕴𝖓𝖋𝖊𝖗𝖔𝖘 𝕾𝖔𝖒𝖓𝖎𝖚𝖒

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Los cristales pintados de colores teñían la luz que entraba a la capilla, como si el arcoíris se estuviera asomando al interior del oratorio. Las monjas del convento se ordenaban en sus lugares, orientadas hacia la escultura colgada en la pared; tras el altar. La crucifixión. El antiguo monasterio de Pluckley había pasado a manos de las mujeres del señor, poco agradecimiento era rogarle al hijo y salvador.

Por eso es importante que te lo aprendas bien, Clarise. Es el más sencillo, ¿de acuerdo? La ceremonia finalizará con tu discurso sincero hacia el padre, cuando le digas que tú te consagras a él de la misma forma en la que el arma se consagra a ti. Debes hacerlo bien. Si te equivocas en el rezo más simple... Las hermanas no lo aceptarán, y revocaran tu ordenanza.

La hermana Marie había dejado claro lo que sucedería si Clarise fallaba, y es que la ceremonia de Consagración no sería un éxito si la joven exorcista no lograba unirse a Dios por medio de la oración. El monasterio de Pluckley estaba dirigido por Audrielle, pero no era una mandataria absoluta. Nada podría hacer si las mujeres del viejo monasterio rechazaban a Clarise. Así lo dictaban las antiguas normas de Pluckley.

Si lo pensaba, se tornaba pesimista. «Esas monjas pueden tirar por la borda todo mi esfuerzo» caviló. Rezar debía salir del corazón. Rezar era el método más efectivo de establecer una conexión con Dios. Tal vez fue esa noción la que impidió que los preceptos de la abuela Josephine se hicieran realidad. Gillian creyó que, obligando a su hija a orar por las noches, solo conseguiría que el padre se enfadara —las plegarias habían de ser voluntarias, no de otra forma podría obtenerse el favor de Dios— o peor, que Clarise terminara detestando la religión.

Una niña que siempre miraba arriba, a los cielos. Ya fuera por las estrellas o los astros, los ojos marrones de la heredera de los Grant no abandonaban el dominio del señor. Por eso, Gillian nunca perdió la esperanza. Siempre supo que su hija encontraría su propio camino hacia el señor.

Aunque fuera uno poco convencional.

De modo que la rubia se mordía el labio inferior. «P-Padre nuestro que... ven a nosotros... ¡No, así no era!». Tenía la boca seca y las manos entrelazadas por encima del pecho. «Dios... Dios está en el cielo» se repitió, para convencerse. Si lo pensaba con lógica, era más sencillo recordar la secuencia de la oración. «Padre nuestro... que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre...» recitó mentalmente orgullosa.

Cuando dirigió la vista al frente se encontró con los ojos cerrados de la monja mayor, dispuesta detrás del altar con un semblante serio.

Era una ceremonia importante para las monjas de Pluckley, para la tradición y para la eterna lucha de dos contrarios. Lo era también para Clarise, la nueva esperanza de los beatos de aquel triste pueblecito. «Es una verdadera lástima que no puedas verlo, Audrielle» pensó la rubia. Y es que aquellas ropas que llevaba puestas eran la evidencia de la aceptación; Clarise había comprendido al fin que su labor como monja exorcista era la que más fe necesitaba. Fe en el bien. Fe en el mal. Fe en uno mismo.

Fe en Dios.

Clarise se negó a dejarse embaucar por esos pensamientos condescendientes. «Si no puede verlo... lo oirá» afirmó. «Escuchará mi gran oración, y entonces...»

La suerte de Pluckley cambiará.

La hermana Marie atravesó la capilla con la cabeza gacha. Se colocó al lado de la madre superiora, tras el inmenso altar de mármol. Esa fue la señal con la que Audrielle comprendió que todo estaba en su lugar.

No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora