𝕴𝖃. 𝕸𝖆𝖌𝖓𝖆 𝖀𝖑𝖙𝖔𝖗

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Solo había dos cosas que a la madre Malorie le sentarán como una patada en el culo, y esas dos cosas eran la cuaresma y el asqueroso olor a demonio.

Y cada vez era peor. Más intenso. Más putrefacto. Aunque se había cubierto las vías respiratorias con la tela del velo, el hedor nauseabundo penetraba directamente hacia sus fosas nasales. Se instalaba allí. Se clavaba en las paredes de sus narices, donde empezaba a rascar o, como dijo Andrew, a arder.

No solo era el olor a desechos carbonizados lo que sobrecargaba los sentidos de la monja de rojo. La noche oscura era el enemigo perfecto para la luz del señor. Así, la niebla espesa, no blanca, sino grisácea, escondía el origen de la pestilencia.

Pero seguía en algún lugar del pueblo. Cerca del puente, en las cuevas de los mineros o cerca de las vías del tren. La madre Malorie estaba segura de que debía ser uno de esos tres lugares en base a la información que Clarise le había proporcionado.

Un demonio de alto rango que se alimentaba de carne humana en noches donde preferentemente no había luna, o si la había, estaba menguada.

La madre superiora aún seguía buscándole explicación a esos hechos. Un demonio de tales características no debía extraer placer alguno del consumo de carne. Era insuficiente. No podía saciar su mera existencia. Entidades de esa categoría necesitaban la esencia más pura de la vida; el alma. Poseer o consumirla.

Por el contrario, a Malorie le importaba un pimiento. No pensaba dedicar su tiempo a resolver aquella duda. La razón por la que a un maldito diablo de alto rango le diera por comerse mujeres y niños por las noches no era el problema. Sino que lo hacía, cada vez que podía, sin que nadie opusiera la más mínima resistencia.

Solo una joven lo hizo. Hija de granjeros. Una ilusa alejada de la cristiandad, con un cacharro con lentes dispuesto para observar el cielo. La verdad es que eso sí que le gustaría saberlo. ¿Cómo pudo esa cría salir con vida? Sin señales de posesión ni de veneno en el cuerpo.

—Basta de divagar, Malorie. Te vas a acabar pareciendo a Audrielle. —Pisó fuerte el suelo, que se hundió bajo sus zapatos—. ¡Lo ves, mira por donde andas! ¡Maldi-- Santo cielo!

De pronto, la monja sintió como si le hundieran un ancla en el pecho. Profundamente, sus uñas se clavaban en sus entrañas. Dolía y paralizaba sus músculos.

—Ahora no puedo evitar pensar en ello. —Gruñó—. ¿Cómo pudo esa jovencita echar a correr? —Clavó el arma en el suelo arenoso y sin vida—, tal vez estoy demasiado mayor para estos trotes.

Como relató Clarise una vez, la niebla espesa fue engullida por la oscuridad, no la de la noche. Sólo entonces, sus pupilas rojas brillaron como intermitentes. No había rastro de esas bocas que reían. Si a Audrielle le cabía la duda aún, Malorie regresaría para dispararla. Lo contado por Clarise no era una fantasía, sino una realidad atroz. El escepticismo de la madre superiora no podía continuar existiendo.

Porque eso era como intentar tapar la luz del sol con un dedo.

Todavía había cosas que no tenían el más mínimo sentido. La más inquietante: ¿Cómo pudo ella, una jovencita sin una gota de poder, salir corriendo aquella noche? Malorie no dudaba de lo que tenía ante sus ojos, pero sus piernas temblaban ligeramente. No era la edad, la madre era una mujer entrada en sus cincuenta, aún joven para exterminar. Si ella se estremecía cuando la bendición del señor la protegía, no se imaginaba lo que pudo haber sido de Clarise; lo que pudo pero no fue.

—A mí no hace falta que intentes asustarme con actuaciones tenebrosas. Solo con olerte ya sé de qué estás hecho.

La madre insinuaba que estaba hecho de mierda, unas palabras que al malicioso demonio de rango superior no le gustaron en absoluto. El demonio castañeó los dientes de tres de sus bocas. Tres... no; siete. ¿Qué hacía falta para que fueran todas?

No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora