𝖁. 𝕮𝖊𝖗𝖊𝖒𝖔𝖓𝖎𝖆 𝖉𝖊 𝕮𝖔𝖓𝖘𝖆𝖌𝖗𝖆𝖈𝖎𝖔́𝖓

164 34 30
                                    

Un tamborileo metálico agudo despertó a Clarise. La madre Audrielle aporreaba el dorso de una sartén con una cuchara de madera caoba a buen ritmo, como si tuviera el propósito de componer una sonata, o quizás de marcar el paso de un desfile de soldados. La segunda opción podría ser la más adecuada desde que Audrielle se había convertido en una monja combativa en régimen de enseñanza.

A la rubia no le cabía duda, Audrielle era monja de clausura por un único motivo, que no se le daba bien tratar con las personas. Al menos, no ponía ningún esfuerzo en ello. Cortesía era una palabra que no estaba en su diccionario y la amabilidad era una virtud que por desgracia, jamás había tenido. No era únicamente por las palizas que le daba a Clarise -que entraban directamente en el vacío «legal» de su adiestramiento- sino porque la monja mayor había demostrado su falta de empatía en centenares de ocasiones.

Así que Audrielle golpeaba la sartén con la cuchara sin ponerle atención a los gruñidos de irritación de Clarise, que recurrió a taparse los oídos con la almohada almidonada.

Los porrazos eran cada vez más intensos y continuados. Estaba más que claro que la madre superiora no consideró ni por un segundo darle una pequeña tregua a su alumna. Clarise se retorció entre las sábanas, pretendiendo no darse cuenta. Aquello se había convertido en un pulso entre ambas, una batalla de resistencia. La más joven luchaba por hacer oídos sordos ante un ruido tan insoportable mientras la maestra proseguía sin cansarse. El resultado estuvo decidido desde un principio, cuando Audrielle seleccionó cuidadosamente el mejor método para lograr que Clarise se levantara de la cama, aunque fuera sacando las garras.

La rubia rugió dando un brinco. Las sábanas se le arremolinaban alrededor de las piernas impidiendo que pudiera despegarse del colchón.

Clarise tenía los ojos bien abiertos y se preocupaba por deshacerse de la trampa de la colcha. Audrielle podría haber dejado de zurrar la sartén, pero prefirió seguir haciéndolo mientras no dejara de escuchar el rechinar de los muelles de la cama.

No podía creérselo, tantas semanas de entrenamiento para que la hija de los Grant continuara con esa actitud arrogante. Su falta de disciplina saltaba a la vista.

Quería aprender y tenía lo necesario. Mejoraba día tras día, salvo en una cosa; obediencia. Era testaruda como una piedra, tosca de trato, sobre todo cuando se trataba de reflexionar sobre sus errores. Le gustaba desafiar continuamente a Audrielle, cabía la posibilidad de que ese fuera el pago por su nivel de exigencia. No, eso era pedirle demasiado a las neuronas de Clarise. Le llevaba la contraria a la monja porque no soportaba perder día tras día. Fastidiar a la vieja era un pequeño premio de consolación a cambio de tantas derrotas en combate. Por eso Clarise se rehusaba a levantar cabeza, refugiándose en la cabecera de la cama. Y, como siempre, Audrielle iba un paso por delante. Tenía en su poder algo que podía sacar de su escondrijo a la aprendiz.

-Levanta, hoy es tu ceremonia de Consagración.

La jugosa información entró por un oído de Clarise. La rubia sacó la cabeza de debajo de la almohada, cogiendo el anzuelo. Entonces Audrielle selló sus labios esperando que su alumna diera el primer paso, de lo contrario no volvería a decir una sola palabra al respecto.

-¿Consagración? ¿De verdad? -Se frotó los ojos-, ¿me vas a dar mi propia arma?

-Solo si te levantas, claro está.

Audrielle había logrado que la joven se desprendiera de la almohada, pero no había puesto un pie en el suelo todavía. Se mirase por donde se mirase, ninguna de las dos había conseguido lo que buscaba. De modo que la madre superiora volvió a azotar el culo de la sartén.

-Por Dios, ¡para! -Clarise desistió. Empezó por librarse de las ataduras de la cubierta de la cama-. ¿Por qué no me lo dijiste ayer? -Gruñó. Parecía ser que los porrazos de Audrielle habían traído de vuelta su mal humor-. Pudiste haberlo hecho pero te quedaste callada. ¿A cuenta de qué?

No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora